Un milagro para Juan Pablo

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    Entre las pruebas por superar por Juan Pablo II para que le den su credencial oficial de santo, se encuentra la necesidad comprobar que ha realizado un milagro. Pero no es cualquier milagro de los que vemos en las esquelas del santo niño de Atocha. Este debe ser un auténtico milagro que supere con mucho las proezas de Houdini, Harry Potter o Chen Kai.
    Un milagro puede ser entendido como un acontecimiento en el que interviene una mente alterando la dinámica de la realidad. En este sentido, por ejemplo, desde el punto de vista biológico, es milagroso que un animal al que se le ha extirpado el corazón mantenga el resto de sus signos vitales; desde un punto de vista físico, sería un milagro encender una fogata con baldes de agua y, desde un punto de vista matemático, sería milagroso demostrar que tres más cuatro es diferente de siete.
    Una cuestión digna de tomar en cuenta es que dichas anormalidades generalmente son atribuidas a los fenómenos de orden natural o social, pero nunca se hace referencia al ámbito matemático. Por ejemplo, suponer que de una canasta en la que se encuentran dos panes, después de la intervención de una mano santa, salen trescientos panes, lo que se alteró no fue el orden matemático, sino el orden físico, ya que un objeto que tiene peso y masa multiplicó sus propiedades, sin razón aparente, ciento cincuenta veces. ¿O acaso el religioso podría sostener que uno más uno es lo que dios quiera que sea?
    Los religiosos pretenden ver en los milagros una manifestación o un signo de la potencia divina. Sin embargo, los milagros más que ser una prueba de un inmenso poder, ofrecen razones en su contra. Tal fue la tesis que durante la Edad Moderna sostuvieron tres irreverentes filósofos: Spinoza, Hume y Kant.
    De acuerdo con el filósofo holandés, Baruch de Spinoza, la perfección divina se manifiesta en un orden estable en la naturaleza y los acontecimientos que en ella se suceden; la verdad no puede ser conocida en fenómenos que sin una razón alteran su curso. Por lo anterior, si un milagro implica la alteración en el orden de la naturaleza, no puede ser un signo de la divinidad y sería un contrasentido de la perfección.
    David Hume veía los milagros como una manifestación de los límites del entendimiento humano. Para el pensador británico un milagro es un fenómeno extraordinario que ocurre entre los acontecimientos más probables. Los hombres estamos acostumbrados a reconocer como verdadero y universal un fenómeno que se repite siempre con las mismas características. Por tal motivo, cuando percibimos un fenómeno que no cumple con lo que estamos acostumbrados a percibir, lo podemos juzgar de extranormal o milagroso, pero lo más probable es que las limitaciones de nuestro entendimiento sean insuficientes para comprender las razones de dicho acontecimiento extraordinario. En este sentido un milagro es una prueba más de las limitaciones del entendimiento humano, sin constituir prueba alguna de un signo de divinidad.
    Ante los teólogos y filósofos que intentaron demostrar la existencia de dios, Kant señala la insuficiencia de los medios utilizados, ya que, según el autor de la Crítica de la razón pura, si no podemos ubicar un objeto de conocimiento bajo las dimensiones espacio-temporales, los intentos de conocimiento se vuelven inútiles. En el caso de los milagros, su aceptación resulta más dudosa por el rompimiento que hay entre éstos y las leyes de la naturaleza, lo cual contraviene francamente los principios reconocidos en la naturaleza. En otras palabras, si se pretende reconocer la omnipotencia divina en la naturaleza y sus leyes, atribuir milagros a la divinidad constituye un signo de herejía superlativa, ya que implicaría reconocer la imperfección, impotencia e inseguridad en las decisiones de dios.
    En el desarrollo del conocimiento humano, uno de los derroteros principales consiste en encontrar buenas razones que expliquen las causas de los acontecimientos. En este sentido, muchos de los fenómenos que en otros tiempos fueron atribuidos a una causa divina, en otros momentos pierden su fuerza cuando se da una explicación que se encuentra más dentro del esquema de lo probable, razonable o comprobable.
    Es cierto que existen todavía una cantidad inmensa de fenómenos a los que no podemos encontrar una explicación ni racional ni empírica, pero esto no nos autoriza a afirmar que todo fenómeno sorprendente es por la intervención divina. En todo caso es una clara muestra de las limitaciones del conocimiento humano para poder comprender los misterios de la realidad.
    Ante la urgencia de canonizar “al papa viajero”, ¿qué milagro podríamos esperar que no constituya una herejía, que no contradiga las leyes de la naturaleza, que sea compatible con la razón y que no ponga en tela de juicio la omnipotencia divina? Realmente es un reto difícil de salvar por los promotores del beato polaco. Por eso muchos pensarán que es mejor no ocuparse de lo que dicen los filósofos y vivir tranquilos cantando con Miguel Ríos la canción “Amigo”, y orientar nuestros espejitos hacia la nube que le tocó don Karol Wojtyla.

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