Tinta sangre y piercing

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    Tssssssss… tsssssssssss… tssssssssss…. Era el sonido que predominaba en el ambiente del salón Fiesta Bugambilias, ubicado en ívila Camacho y Enrique Díaz de León. Era el sonido de una máquina compuesta de agujas y motor. Las agujas funcionaban como una brocha sobre la piel. De arriba abajo, de izquierda a derecha y viceversa, las tintas iban cubriendo los dibujos que los adictos al tatuaje habían decidido plasmar en brazos, piernas, espalda. Los lugares más comunes. Otros, acostados, los preferían en la pantorrilla. Y otras, con un gesto de dolor, preferían pintarse en las tetas.
    “¿Arte o pecado?” se leía en una manta con una calavera de Posadas a la entrada del inmueble. Era la undécima edición de Expo tatuaje internacional. Fueron dos días seguidos (3 y 4 de septiembre) en que pachucos, cholos y chundos se paseaban por el sitio. Buscaban al mejor. No existía. Cada uno tenía algo mejor que el tatuador de al lado: un mejor trazo, una mejor tinta, una mejor máquina, un mejor dibujo o hasta una mejor vieja.
    Darketos, punketos, skatos, hummies, roqueros, niñas fresas y uno que otro rebel without a cause sesentero mostraban sus dragones, sus corazones, sus símbolos. El negro flotaba en el lugar y se mezclaba con el olor a sangre que despedían las zonas rasuradas del cuerpo que iban a ser adornadas. Y como cereza del pastel, perforaciones y modificaciones. Aretes en cejas, narices, pezones. Y unas como especie de canicas, dentro de la piel, en los antebrazos. En la frente, un aspecto luciferiano. ¿Cómo llegaron esas pequeñas bolitas hasta ahí? La magia de la modificación corporal.
    Tinta, sangre, piel, máquina, aretes. El espectáculo del dolor apenas comenzaba.

    “It´s amazing, amazing!”
    Más de 50 expositores dedicados al arte del tatuaje y las perforaciones convivieron por 48 horas. Dos días en los que hubo rocanrol, colores y espectáculos muy al estilo Jackass de MTV. Una cultura de la pinchada.
    Sammy, organizador del evento y una de las leyendas de esta práctica en Guadalajara, comenta: “el tatuaje es tan viejo como la humanidad; el homo sapiens aprendió primero a tatuarse y luego a hablar”. Y explica cómo en la antigí¼edad se pintaban tres rayas en el brazo para pertenecer a cierto clan, “la garra del oso”, por ejemplo, que representaba a un grupo sanguinario y violento, digno de respeto y temor.
    Solo le falta estar rayado en la cara. Del cuello hacia abajo dice estar completamente lleno de dibujos. El color negro abunda en su piel morena, luego de 20 años de sentir la aguja sobre sí mismo. Me presenta a Steve Haward, el mejor “modificador del mundo”, asegura.
    “Hi Steve, how have you seen this exposition?” (hola Steve, ¿cómo has visto esta exposición?). Y me responde, como buen gringo expresivo: “It’s amazing man, amazing!”, (es increíble hombre, increíble). Platica que, aun cuando en Estados Unidos tatuar es un oficio bien remunerado –una hora puede alcanzar hasta los 100 dólares– y traer un dibujo en la piel no es un obstáculo para encontrar trabajo, las exposiciones son mucho más pequeñas que la que en ese momento estaba presenciando.
    “It’s amazing, amazing!”, repetía a cada instante.
    No tomo ni me drogo, pero me gusta el tatuaje
    Y así, continuaba por los pasillos. Los nombres de las casas de tatuaje también tenían su chiste. Nómadas, Tatto Pirate, Ruido Explícito. Zek, Moon Studio, Underworld. Desde la Patagonia, en Argentina, hasta Estados Unidos. Y uno que otro colado de Europa: ahí estaban los Kamichaos Twins, aunque ellos formaban parte de los espectáculos en vivo, junto a grupos como Prono Estar y Charal Ska.
    “Una gran, gran diversión” (Big-big fun) era el nombre del show de los kamicaóticos mellizos. Uno vestía calzón rojo y dejaba al descubierto su piel de colores. El símbolo de interrogación era una verdad en sus brazos y espalda. Pelón a más no poder y con unas gafas muy a lo Elvis Costello. Este gemelo se pinchaba, caminaba sobre una escalera con cuchillos en los escalones, se metía en un bote de basura y explotaba cohetes, en fin, era un Johnny Knoxville cualquiera. La gente reía. El pelón aventaba besos.
    Su gemelo traía una peluca morada. Vestía minifalda, medias y un pequeño saco. De color negro. Se quitó la minifalda y se cubrió con un balde los genitales. Tronó un cohete dentro de la cubeta. Uff. Y la gente reía. Hasta grababa las escenas.
    Por los pasillos uno podía ver la cara de quienes se tatuaban. Uno de ellos, de nombre Pedro, yacía acostado mientras en su pantorrilla izquierda una calavera negra iba apareciendo poco a poco.
    Él no quería dragones ni símbolos aztecas ni corazones o payasos ni tanto color o tanta cosa. Él solo quería algo oscuro, gris, que lo identificara con los días nublados. Esos que le gustan.
    Debieron transcurrir ocho años para que se animara y ahí, ese día, se decidió. Le habían dicho en casa que si se ponía un arete o un tatuaje acabarían los privilegios. Pero él quiso cortarse el cordón umbilical desde antes. Tiene 23 años y es ingeniero topográfico, le gusta Cypres Hill y todo lo oscuro. Le pregunto qué pasará cuando llegue al trabajo con una calavera asomándose entre las nubes pintadas en la parte inferior de la pierna.
    “El que está al lado (un chavo de su edad más o menos) es mi jefe”, contesta. Parece no importarle ni siquiera la aguja: después de casi una hora el músculo está entumido. Eso me recuerda aquella vez que me tatué hace más de 10 años, cuando la sangre brotaba del brazo, entre el rojo, blanco y azul de la sonrisa de un payaso “diabólico”, decían algunos de mis amigos.
    Y sonrío junto con Pedro, quien agrega que el diseño ya lo traía él, pues quiere algo original. No le importa si es “marcado o etiquetado por la sociedad. Además, yo ni fumo ni me drogo ni nada, como piensan de los que se hacen un tatuaje”.

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