Tijuana no es Dinamarca

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Algo huele mal, algo no está bien en la Dinamarca de Hamlet, el personaje atormentado por el fantasma de su padre que le pide venganza, por el cinismo criminal de su tío y padrastro y el falso duelo de su madre quien no dudó en desposar al asesino de su marido. Todo es traición, silencios cómplices y simulaciones que pretenden esconder la sangre en los trajes de bodas, en los pesados cortinajes de las celebraciones monárquicas. Este juego de relaciones da pie a Esto no es Dinamarca, obra del dramaturgo mexicano Édgar Chías que se presentó hace unos días en una lectura dramatizada durante la XIV Semana Internacional de la Dramaturgia Contemporánea en la ciudad de Tijuana. Dirigida por Olinda Larralde, la lectura consiguió desvelar algunos de los dolorosos supuestos que la dramaturgia contiene y que todo el tiempo hablan de nosotros, de un país cuya geografía ha sido oscurecida por la sangre que aún no deja de manar.

Tijuana es, quizá, un ejemplo revelador del límite moral al que se ha llevado el cuerpo lastimado que hoy es México. Salir del embellecido entorno del Centro Cultural Tijuana en el que se llevó a cabo el evento, nos permite sumar esos otros pulsos que marcan la vida del país. El calor habita cada rincón, se estaciona en cada piedra, en el asfalto que hace imposible caminar incluso pequeñas distancias.

Recorriendo la ciudad me encuentro con la caravana que nos recuerda a los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos en el lejano Guerrero. Un auto por cada joven, su rostro en el parabrisas, su nombre escrito en los cuatro costados, la gente apenas voltea, algunos conductores se molestan y tocan el claxon, el silencio y paciencia de los otros lo asumo como solidaridad, imagino que se conmueven, que también los buscan. Entonces sé que sí, que el olor a muerte que descubrió Hamlet y que Chías evoca, permanece, su hedor aumenta y habrá de subir hasta la nariz de quienes mantienen el poder con un discurso distante y ajeno al asco que ellos, los revestidos con cetros o bandas presidenciales, producen en los demás. 

¿Dónde están los límites morales de un pueblo agraviado?, cómo explicar la normalización del horror, del número de caídos, de las víctimas sin sepultura, sin registro, sin un cuerpo para llorar. En Playas de Tijuana el cerco metálico que construyó Clinton y que hoy pocos recuerdan, se hunde en óxido en la costa pacífica. Entre esos postes y sus mallas de alambre las familias divididas cuadriculan su contacto, pasan los dedos más delgados para tocar al hermano, a la madre, al hijo que se cubre del sol mientras puede ver una versión extraña de su ser amado. Es imposible no reaccionar ante esa experiencia, saber que además de los que ahora veo, hay miles que no podrán volver a mirarse. Las filas de autos que intentan cruzar la garita fronteriza rumbo a Estados Unidos aumentan aún más la temperatura. En las calles el tipo de cambio se anuncia con luces como si se publicitara un espectáculo de cabaret. En el mercado Hidalgo múltiples versiones de Donald Trump penden en las piñaterías. Las hay pequeñas o de tamaño natural, con cabello de estropajo o de papel maché. “Les gustan a los gringos y más a los mexicanos” me dice el hombre calvo y tatuado que atiende, “vienen del otro lado para llevárselas. Me dicen que son para después de los debates, que las romperán gane quien gane”.

Las brujas de Macbeth, Laertes, el rey Claudio, todos tienen un equivalente en el violento “no lugar” de la dramaturgia de Chías. Tijuana, esta ciudad que parece no terminar de construirse, advierte a quienes se atreven a entrar desde el norte, que no, que aquí tampoco es Dinamarca.

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