Sin delirio

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Para José Rodolfo Córdova Godínez

Sucedió el viernes. Eran las dos y media de la tarde. El inclemente calor que durante mayo suele azotar a los tapatíos parecía más despiadado que nunca. Las horas de sol que habían transcurrido mantenían las banquetas hirvientes y la proximidad de la primera tormenta de la temporada, que sucedió precisamente esa noche, provocaba que la humedad intensificara la sensación de acaloramiento. En la travesía que me llevó al lugar de los hechos, no hubo ningún viento fresco que agitara los árboles y me hiciera recordar que estaba en una ciudad en donde lo sublime aún era posible. En los últimos tiempos, las calles reventadas por las infinitas obras con que se prometía una urbe funcional parecían el augurio más evidente de lo que estaba por venir. El  destripamiento de las vías propiciaba la transgresión constante: los semáforos  y los cruces peatonales eran ignorados, se rebasaba sin consideraciones, los ladrones aprovechaban el desorden para sorprender y parecían multiplicarse fantásticamente por todos los alrededores.

Sin embargo, esa mañana había sido única. El escritor más importante instalado en la ciudad, don Fernando del Paso, había hecho acto de presencia en una conferencia que impartía un amigo en el Centro Balcells. La charla no tuvo desperdicio, Gerardo Gutiérrez Cham anotaba el valor de la obra de Del Paso, leía fragmentos de su obra, hacía aseveraciones escandalosas del tipo: “Toda buena novela es pornográfica” y nos convencía de los magníficos monólogos de Carlota en Noticias del Imperio, cuyo delirio se lograba literariamente combinando las voces de la emperatriz: hablaba como cuerda, como niña, como vieja… De Palinuro nos advertía sobre la disección del cuerpo y del sexo que constantemente se fraguaba en la desdoblada personalidad de su protagonista. Al terminar la charla, en forma espontánea, don Fernando habló con el público. Él y su esposa parecían encarnar un legado que no se dice, pero se transpira en su narrativa: la trascendencia del trabajo y del amor. Como público de lectores nos sentimos valer a través de la literatura escrita y explicada por los nuestros. Lo insignificante y la desgracia  encuentran su antónimo en las palabras cuidadosamente acomodadas con que se teje la verdad. En la literatura está todo: identidad,  conciencia, estética, dignidad, espíritu, nuestro timón.

Tal vez por la elevación de la experiencia, los eventos que atestigüé esa tarde acentuaron aún más su crudeza. Eran las dos y media de la tarde. Me disponía a girar hacia el sur de la avenida Federalismo cuando dirigí mi mirada al sentido contrario. Entonces me percaté de que un hombre bajaba a otro de un automóvil. Se encontraban en el estacionamiento de un comercio. Enseguida llegaron más hombres. Calculé quince o veinte. Su edad giraba alrededor de los treinta. Llevaban ropa de trabajo. Golpeaban intermitentemente al hombre. Un pie sobre la cabeza, palazos, patadas arriba y abajo. Gritos. Paraban tres y continuaban cuatro. El tiempo y el movimiento se suspendieron en las cuatro bocacalles. Mirábamos absortos. En pleno carril intermedio, el conductor de una camioneta se apeó, dejó la puerta abierta y se dirigió con su compañero a apoyar la lluvia de golpes. El eco de una mujer que gritaba sobre el peligro de matar al ladrón sonó afectado, distante. Entre el sopor de la tarde y la aparente lejanía de lo que no creía presenciar, recordé el relato de juventud que hacía  años mi compañero Jorge Gómez Bocanegra había escrito: “El calor enloquece a los animales”. Recordé el portal de los miserables en El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, la turba que rodeara la muerte del Mackandall en El reino de este mundo de Alejo Carpentier. Mi imaginación dibujó el impulso bárbaro de colgar, desollar y aplastar cuerpos deshumanizados, envilecidos. La cara enrojecida del victimario convertido en víctima se encontraba bajo un zapato de goma. Alguien amarraba con una cuerda sus manos y sus pies. Lo que seguía era la apoteosis de la barbarie.

El ajusticiamiento tumultuoso era el vaticinio más elocuente del conflicto de nuestra dualidad: el México bárbaro no sólo revivía, se fortalecía, y amenazaba el México histórico, ético y consciente. La noche nos amenazaba. Había que encontrar y encumbrar a los que profesaban el despojo como una infamia, a los que saben luchar contra sí mismos para mantener no sólo el honor y la dignidad propia, sino también la de los otros. Había que reconstruir el barco y el timón. Tallar en piedra valores, estimular la paternidad y maternidad responsable, enseñar a vivir no sólo con confort sino con pensamiento y espíritu. Había que ser más que el éxito económico e individual. Había que amar nuestra tierra y valorar a nuestra gente.

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