Shakespeare el sortilegio de la luz

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Tal vez sea un poco excesivo John Wain cuando en su libro El mundo vivo de Shakespeare dice: “Anúnciese una conferencia sobre Donne o Wordsworth, e incluso sobre Fielding o Dickens, y el auditorio constará de estudiantes y profesores más unos cuantos bibliotecarios y otros profesionales del libro. Pero si se anuncia una conferencia sobre Shakespeare, el auditorio podría fácilmente reunir a oficinistas, amas de casa, médicos y capitanes de barco”.

Pero lo que sí se acerca más a la verdad es lo que más adelante agrega: “Todos los demás clásicos ingleses han sido abandonados a los especialistas. Sólo Shakespeare es querido todavía por el pueblo”.

Aunque no se pueda hablar propiamente de que todo el “pueblo” sea capaz de reconocer la belleza y méritos de la escritura shakespeareana, al haber llegado al 2014, y de que en este año se cumplen 450 años del nacimiento de William Shakespeare, es innegable que después de tanto tiempo, lejos de diluirse o anquilosarse su prestigio y talento, su obra sigue viva y vigente en representaciones directas o adaptaciones que parece seguirán ad infinitum, demostrando que los caracteres creados siglos atrás por el dramaturgo y poeta inglés, se volvieron un espejo universal de virtudes y miserias humanas.

Este logro, pleno de genialidad y voluntad propia, tiene para los especialistas también un origen y contexto histórico. John Wain nos dice que cuando Shakespeare inició su obra, alrededor de la década comprendida entre 1590 y 1600, había recibido como herencia de su época un drama que se había nutrido tanto de elementos cultos como populares. Provenía del teatro medieval tardío representado en los patios de las ventas, y en su contenido incorporaba el teatro romano y renacentista italiano. Ahí estaban la “popular commedia dell’arte, con sus personajes conocidos y argumentos semiimprovisados”, que ya les eran habituales a los autores del teatro inglés, junto con las “solemnes y declamatorias tragedias de Séneca”.

Esto trajo, según el mismo Wain, el germen y fermento del mundo de Shakespeare, porque “esta fusión de temas y tradiciones dio al teatro isabelino una ventaja que no tiene ningún teatro moderno. Creó un teatro para toda la nación. Los aficionados incultos acudían a él tan interesados como los ilustrados clientes que ocupaban los asientos cubiertos. Estaba presente el galán petimetre, pero también estaba el entusiasta intelectual joven que soñaba ya con la fama y el genio”. Y el éxito del autor de Hamlet, se basa en “esa gran libertad”, ya que no se dirige a un público en especial, sino que apunta al “espectador sencillo o al cultivado según los requerimientos de su contenido”.

Tal idea la refuerza T. S. Eliot, cuando al comparar al inglés con otro grande como Dante Alighieri, dice que “Dante será considerado como mero parafraseador de Santo Tomás, que en ocasiones rompe su rígido marco, en escenas como las de Paolo y Francesca, pero ni sus admiradores ni sus detractores le acreditarán nada parecido a la libertad de Shakespeare”. Pero ésta es una libertad a la vez amalgamada, pues el mismo Eliot señala que “el autor de drama poético no sólo es un hombre hábil en dos artes, y hábil para entrelazarlas ambas; no es un escritor capaz de decorar una obra con el idioma y la métrica de la poesía. Su labor es distinta de la del ‘dramaturgo’ o la del ‘poeta’, pues su pauta es más compleja y tiene otra dimensión”, ya que “el auténtico teatro poético debe, en su más alto nivel, observar todas las reglas del teatro en prosa, pero debe entretejerlos orgánicamente (mezclemos una metáfora y pidamos prestada, para la ocasión, una palabra moderna) en un diseño más rico”.

Así que el deber —continua Eliot— cómo críticos, y yo añado que como espectadores también, sería el “tratar de captar todo el plan y encontrar el personaje y la trama en la comprensión de esta música subterránea o submarina”, porque Shakespeare es “uno de los más raros poetas-dramaturgos, pues cada uno de sus personajes es casi absolutamente adecuado tanto a los requerimientos del mundo real cuanto a los del mundo del poeta”.

Sobre esta universalidad, Harold Bloom, quien se ha ocupado vehementemente de Shakespeare, se ha preguntado el porqué de ello en su libro Shakespeare. La invención de lo humano, y no puede contestar sino con otra pregunta: “¿Pues quién más hay?”. Y afirma que si algo ha inventado este autor, son “las maneras de representar los cambios humanos, alteraciones causadas no sólo por defectos y decaimientos, sino también por la voluntad, y por las vulnerabilidades temporales de la voluntad”, y porque “la función de Shakespeare es llevar la vida a la mente, hacernos conscientes de lo que no podríamos encontrar sin él”.

Bloom va más lejos al decir que “sólo la Biblia tiene una circunferencia que está en todas partes, como la de Shakespeare […] El centro de la Biblia es Dios, o tal vez la visión o idea de Dios, cuya localización es necesariamente indeterminada. A las obras de Shakespeare se las ha llamado Escritura secular, o más sencillamente el centro fijo del canon occidental. Lo que tienen en común la Biblia y Shakespeare es […] cierto universalismo, global y multicultural”. Lo cual cree que ya no está de moda fuera de las instituciones religiosas, pero que dejándolo de lado “no veo bien cómo puede empezarse a considerar a Shakespeare sin encontrar alguna manera de dar cuenta de su presencia generalizada en los más inesperados contextos, aquí, allá y en todas partes a la vez […] Se ha convertido en un espíritu o ‘sortilegio de luz’, casi demasiado vasto para abarcarlo […] Si algún autor se ha convertido en un dios mortal, es sin duda Shakespeare. ¿Quién puede disputarle la bondad de su eminencia, a la que sólo el mérito lo elevó?”

Y ello es así, sin menoscabo alguno, porque, como insiste Wain, “el arte de Shakespeare es desde el principio un arte de mezclar y fundir, de crear una realidad compleja partiendo de realidades simples dispares. Pero este es su gran logro: coger un caso de historia contemporánea —un suceso, que es también una contribución dramática a una polémica que está en pleno apogeo— e integrarlo dentro de su simbólico mundo de ensueño. Ese mundo es el último, y en algunos aspectos el más enjundioso, de todos los mundos que creó. El carácter y la tensión dramática están relajados; lo visual y la poesía lo dominan todo”.

Pero es una poesía visual de la personalidad, que parece nacida de una necesidad. Dice Bloom que tal vez los ideales sociales y personales de los individuos eran más “prevalentes” en el tiempo de Shakespeare que en el de ahora, y a partir de entonces él se convirtió “en el más alto maestro de la explotación de ese vacío entre las personas y el ideal personal”.

Asimismo, se le ha juzgado como “un representador más adecuado que cualquier otro, anterior o posterior a él, del universo fáctico”, lo que “se ha vuelto rancio a fuerza de repetirlo, pero que sigue siendo simplemente verdadero, por muy trivial que lo encuentren los resentidos. Seguimos volviendo a Shakespeare porque lo necesitamos; nadie más nos da tanto del mundo que la mayoría de nosotros consideramos real”.

Con esto, no hay que olvidar lo que advierte T. S. Eliot: “En la obra de arte, tan ciertamente como en cualquier parte, la realidad sólo existe en y por medio de apariencias”, por lo que “la obra de Shakespeare, como la propia vida, es algo que hay que vivir. Si la vivimos por completo no necesitaremos interpretación; pero en nuestro plano de apariencias, nuestras interpretaciones mismas son parte de nuestro vivir”.

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