Serpiente redentora

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A diferencia del judeocristianismo, en la cultura mesoamericana la serpiente nunca fue símbolo de maldad. Quetzalcóatl, como Cristo, era el dios hecho hombre: la piel del reptil simbolizaba la fragilidad del hombre, pero las plumas significaban un elemento celestial. Hay quienes creen que Quetzalcóatl y Jesucristo eran el mismo hombre blanco que al marchar del mundo terrenal prometió volver para instaurar la época de la primavera eterna. Uno derramó su sangre en los huesos rescatados del Mictlán para dar vida a la humanidad. El otro, la derramó en la cruz para redimir a las almas de la maldición de la ley.

La naturaleza dual de estas celestiales figuras ha sido plasmada categóricamente por Ismael Vargas. Una de las piezas que sobrecoge a quien visita la exposición Redimiendo el Vacío en el Museo de las Artes (Musa) de la Universidad de Guadalajara, se titula precisamente así: “Quetzalcóatl y Cristo”.

Se trata de una cruz de cristos crucificados color hueso, contorneados por una corona de espinas que zigzaguea tenebrosamente a su alrededor, asemejando a una víbora. Es el Quetzalcóatl-Cristo que se subyuga a sí mismo.

Y así, en el mundo de Ismael Vargas, la cultura prehispánica se impone a la judeocristiana. En su obra predominan las mariposa, las máscaras, los ángeles, los seres fantásticos que recuerdan a los alebrijes o los cráneos que asemejan a Mictlantecuhtli. Pero la serpiente es una constante, aunque aparezca disfrazada. En algunos cuadros se convierte en telas, en otros es un rebozo o una bandera tricolor. Son colores en movimiento que se desenroscan caprichosamente como las víboras.

Redimiendo el vacío reúne cinco décadas de la obra de Ismael Vargas. La muestra fue curada por Ricardo Duarte y está acompañada de textos de los narradores Élmer Mendoza, Eduardo Antonio Parra y la poeta Elsa Cross, realizados especialmente para la exposición.

La obra de Vargas no sólo es una redención de la serpiente, sino que dota de nuevo sentido al barroco contemporáneo, con múltiples técnicas, desde el óleo sobre tela pasando por la escultura en polímeros o cristal.

Su lenguaje estilístico es capaz de detonar un ritmo henchido de vértigo, cimentado en la aliteración visual; ya sea de mariposas, máscaras, el propio rostro del artista o los utensilios de una vajilla de talavera.

Hay quienes creen que en México un artista, casi por el sólo hecho de ser mexicano, se convierte en antropólogo. Élmer Mendoza lo dice mejor en uno de los textos que acompañan a la exposición: Ismael Vargas descifró “en la artesanía elementos que satisfacían parte de su idea sobre qué utilizar en su obra sin ser antropológico. Es así como sus piezas se llenan de señales, donde la abstracción pura se [consume] para dar paso a un estilo lúdico donde lo turbio es una línea de pensamiento y lo sagaz una escalera al cielo”.

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