Retrato de palabras

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Por todas partes libros en desorden,/ objetos de ansiedad, mudo reproche/ de no haberlos abierto./ Miedo a morirse/ sin hojearlos siquiera. /Con qué cinismo,/ con cuánta desvergüenza o qué locura,/ después de todo esto nos ponemos/ a escribir otro libro.
José Emilio Pacheco

Entre las partidas que duelen —y se conmemoran con lágrimas, con lamentos—, están también las trascendencias que se celebran, que se reviven y reavivan con las voces de testigos, con los ecos de los vivos en los que una página, una frase o una anécdota han estampado la tinta de lo indeleble en la memoria que ya no logra ser contenida en una cita o un epígrafe. Es necesario un diálogo, una verbena de recuerdos, un “me acuerdo” y “me remito” capaz de conjugar en presente al hombre-verbo José Emilio Pacheco.

Un homenaje amigable, lleno de delicias sobre la cotidianidad de un genio que tributó a la literatura una vida consagrada a la lectura y la escritura, fue el diálogo que sus amigos y lectores, Benito Taibo y Xavier Velasco rindieron en memoria del autor de El reposo del fuego. En la conmemoración anual del Día Mundial del Libro en Guadalajara, lectores, amigos y familia se dieron cita en la Rambla Cataluña para ofrecer múltiples voces a uno de sus más conocidos personajes, Carlos, de la novela Las batallas en el desierto.

Reunidos en honor de una figura emblemática de las letras mexicanas de los últimos 50 años, Taibo y Velasco fueron construyendo un retrato hablado del hombre que disfrutaba de la literatura tanto como de los placeres culinarios, un buen cigarro o una plática amigable.

“Estupenda y maravillosa persona era José Emilio Pacheco, que nunca ni en público ni en privado lo oí hablar mal de nadie, y esto, en un mundo traidor, cruel y de ojetes en el que vivimos constantemente, es asombroso”, decía Taibo, quien además confesó haber plagiado “Horas altas” para conquistar a una chica en la adolescencia. “Cuando se lo conté, se moría de la risa y me dijo que por fin uno de sus poemas servía para algo”.

No serían las únicas palabras que “sirvieran para algo”, pues haría con los más de 500 textos de Inventario, un compendio de reseñas y críticas de libros y escritores con tal calidad, que al día de hoy “sigue esperando que alguien le dé vida, que le dé sistema, que haga una suerte de Pachecopedia” afirmó Velasco, comparando su acuciosa labor de investigación literaria con la de Borges y sus clases sobre la literatura inglesa.

En el transcurso de una hora de charla, pudimos imaginar a José Emilio —así nombrado por sus amigos, como un hombre de nombre más que de apellido, cercano y cálido— pasando deliciosas horas en su biblioteca, siendo un lector apasionado y un escritor autocrítico.

“Era un obsesivo corrector que tenía un cúter mágico con el que iba haciendo un proceso de alquimia” que lo llevó a recortar sus propios textos con el paso de los años en lugar de ampliarlos y que, además “era un titulista formidable —si tal cosa existe— que sólo con los títulos de su poesía podría haber creado, como hacían los escritores italianos del siglo XIX, un cadáver exquisito, un gran poema”. De esos que, como apuntara Taibo entre risas, no coleccionaba cultura para sacarla a pasear los domingos igual que se pasea a un perro, ni que se asumía como escritor repartiendo sus tarjetas de presentación, sino que “era escritor, porque se dedicaba a escribir”.

Contrario a lo que pudiera pensarse del ganador del Premio Cervantes 2009, admirado por intelectuales y políticos, su relación con ambos fue casi nula: “No hay una sola foto suya en que esté dándole un abrazo a un presidente ni de este ni de ningún otro país. Creo que eso habla bien de él. No se hizo de ninguna influencia, los poderes eran algo a lo que le tenía un repeluz terrible”. En opinión de Velasco era un escritor a quien no le gustaba vivir del dinero del erario, era más bien “un escritor puro, uno de los últimos polígrafos de nuestros tiempos que cultivó casi todos los géneros ¡no se le puede decir nada! Creo que los intelectuales lo veían con esa suerte de distante admiración con que se ve a los locos y los genios, porque ni hablar, es muy bueno”.

Al término de la conversación, vistiendo con un orgullo evidente una camiseta negra que rezaba Todos somos Pacheco“s”,  Benito Taibo me confiesa unos pasos antes de salir: “No sabes cómo disfrutaba de la comida, la fabada, las hamburguesas, los postres. Era un hombre que aún se asombraba y miraba con ojos de niño lo que sucedía alrededor, todo el tiempo. Disfrutaba de la literatura, del descubrimiento de un poeta o un texto como disfrutaba de la comida o de los pequeños placeres de la vida cotidiana. Jamás voy a olvidar ese brevísimo poema de Giuseppe Ungaretti que me dio José Emilio para toda mi vida, que es cortísimo y dice así: ‘Me ilumino de inmenso’. Así José Emilio Pacheco, se iluminaba de inmenso todos los días… Y ya no me digas nada porque voy a llorar”.

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