Pedro Lemebel

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Entre las preocupaciones de Lemebel resalta la de hacer visible la cultura marginada homosexual. Este proyecto enfatiza las subjetividades homoeróticas que ocupan un ámbito clandestino. El sujeto homosexual marginado confronta una situación de riesgo que lo orilla continuamente al peligro de morir. Las crónicas de Lemebel describen un mundo subterráneo que forma parte de la cotidianidad, pero que no ha sido considerado en la escritura. Se trata de una especie de historia paralela en la que se presentan las contradicciones de una sociedad formada en los moldes de un patriarcalismo rígido.

Pedro, tú te has hecho de un personaje. Ese personaje implica presencia política y una propuesta en el sentido artístico…
Creo que lo fundamental en mi quehacer literario, en mi arte plástico, en las artes visuales, ha sido la publicación de Loco afán. Es un libro un poco rosa, que conjunta mis propuestas de visualidad, performance, de militancia. Y pone en el tapete de mi escritura el tema de la crónica como un arma literaria que voy a desarrollar después en otros libros. Creo que ese libro es fundamental; es para mí, señero.

Cuando concebiste Loco afán, indudablemente pusiste juntas varias cosas. Pero si hablamos de alguna unidad ¿cómo la articularías?
¿En el Loco afán? Metafóricamente. Absolutamente creo que hay una metáfora que hace posible que estos textos se zurzan, ¿no?, se vayan cosiendo a la trama de este libro que ocurre también en diferentes tiempos de la historia política de Chile. Hay también un ejercicio político, el asunto de la biografía homosexual, del testimonio homosexual a través del manifiesto. Yo te cito este libro porque a partir del manifiesto que aparece ahí, que es casi una proclama un poco anticuada ahora, me decidí a escribir crónica. Ese texto lo leí en un acto de la izquierda, gustó y lo publicaron; después, me pidieron otro, pero con esas características, que no fuera tan literario, tan ficcionalizado, sin emotividad política. Y a partir de eso me fui dedicando al género de la crónica.

¿Cómo ha dialogado esta mirada marginal-homosexual con las otras ideologías?
Un poco de perfil también… nunca tan de frente… Y bastantes clisés sobre eso, porque hay una especie de deuda de la izquierda con la homosexualidad, en ese sentido. Hay otros sistemas que han sido más drásticos con la homosexualidad. No hay que olvidarse ––si yo tengo que hablar de Chile–– de que cierta homosexualidad siempre fue reaccionaria, en cuanto a adherirse a proyectos sociales. Entonces también se producía ese choque de individualidad rosa, por decirte algo, con los proyectos sociales de la izquierda en los años setenta, etcétera; se producía una confrontación. Pero acá la izquierda no tenía esa mano criminal contra la homosexualidad. Apenas cierto escozor, alergia, sí, alergia machista, por supuesto.

Hemos visto que en la historia literaria chilena la figura del homosexual está presente en gran medida como construcción de clóset. Tu trabajo es explícito, habla abiertamente, y parece que lo usas como una de sus principales armas.
En realidad yo creo que cuando citaba antes el manifiesto lo citaba como el comienzo de esta escritura que yo practico ahora, como una puerta abierta de algún clóset en el que yo habré estado también. Ese texto fue como la llave de esta propuesta. Ahora, ¿cómo ese descaro de mostrarme así sin sutilezas en lo que escribo? ¿Cómo ha dialogado con otros textos de la historia literaria chilena? Creo que ha dialogado muy poco, más bien —y para eso tengo que citar algún tipo de crítica— se me relaciona más con cronistas, o con autores extranjeros.

Háblanos de la crónica…
Como propuesta, mi primer libro pudo tener alguna relación con un tipo de escritura, sobre todo de Diamela Eltit o de Carmen Berenguer. Pudo tener ese sesgo. Escrituras de mujeres, más bien. Con Perlonguer, quizá en La esquina es mi corazón, por el tipo de escritura. Y que sí, por qué no, que me siento orgulloso de tener esas primas. Considero que más bien hay una construcción de un imaginario, quizá, que pasa por el femenino, pero no es un femenino del tipo fundamentalista. Es más bien un femenino construido al modo de un Frankenstein, con toda la carga un poco artesanal que tiene cierta escritura homosexual de configurar un femenino del cual se siente huérfano. No puedo hablar de un cuerpo, sino de un imaginario corporal.

¿Cómo te parece de válido relacionar, por ejemplo, la Manuela de Donoso con esos personajes travestis que hay en tu trabajo?
¿La Manuela de Donoso? Claro, hay algo ahí, hay mucho. La Manuela, el cuplé, la travesti decadente. Un poco ese desecho social que es la Manuela. Sí, yo creo que en mis travestis hay algo de la Manuela, siempre. Hay un deseo proscrito… Más en la novela… Quizá no rural en mi caso. Quizá en el caso de la Manuela. Pero la Manuela no era tan rural tampoco. Era más bien el contexto. Pero el imaginario de la Manuela no era rural. Más bien urbano. Más bien… Nómadas.

Exacto. ¿Y cómo emigrar implica travestirse en dos sentidos?
Creo que lo que asegura el disfraz es la confrontación con la violencia de la ciudad, de estos personajes. Porque no son personajes de show a puertas cerradas. Son personajes que viven en la calle de esa manera. Que efectúan su teatro travesti, su mascarada travesti en una territorialidad adversa, y eso es, de alguna manera, la tensión del disfraz, en ese sentido. Si tú mides un metro ochenta y te pones tacón vas a medir dos metros, más la peluca, le sumamos dos metros diez y no existen mujeres así en Chile. Entonces, por un lado, es muy lindo eso de querer pasar por una mujer que no existe. Jugar con esa especie de ingenudad de creer que sí pasas por mujer y que te prostituyes… lo que en el fondo se ve de lejos es un hombre disfrazado de mujer, es la mentira, el oropel, el engaño al ojo. Eso es lo que me fascina del travestismo urbano, callejero, prostibular, maraco, lumpen también.

Lo que vemos mucho es que politizas a este travesti, cuando está frente, por ejemplo, a los “pacos”, y aquí hay una especie de estrategia política…
Sí, pero más bien como un lugar minoritario que pelea su derecho a ocupar una territorialidad urbana. Se juega ese derecho. A veces lo pierde, a veces lo gana, pero en ese riesgo se viven todas las emociones más lacerantes y más extremas de su vida. Encuentro que eso es fascinante. El travestismo donde la vida no es una taza de leche, donde es una sopa venérea, por ejemplo, venenosa o dulce, etcétera. Ese no saber qué hay a la vuelta de la esquina, eso me sigue apasionando con respecto al tema del travestismo y la ciudad.

Tengo miedo torero establece una especie de paralelismo entre la figura del dictador y esta figura de la loca…
Es complejo, porque no sé si hacer este parelelismo de estas dos parejas: del dicatador y su mujer, de la loca y el guerrillero; fue una manera de tratar de lograr más que cierto equilibrio, fue como tratar de poner en un espejo la situación, en el espejo contrario, pero que también a veces se producen ciertas similitudes, quizá en cierta estupidez; por ejemplo, cierta estupidez de la mujer del dictador y cierta inocencia estúpida, estratégica, de la loca que se hace la que no sabe, la que no le han dicho nada. Pero le conviene que no le digan nada, de esa manera también hay una confrontación de clases. Hay situaciones que son similares, pero son de diferente raigambre o de diferentes tipos de estrategias para existir en este proyecto histórico en el que está viviendo esta gente; para lograr ciertos éxtasis amatorios, aventureros, en el caso de la loca, y en el caso de la mujer del dictador, éxtasis cosmético frívolo, glamoroso. En ese lugar se juntan siempre el fascismo y la homosexualidad. Se dan la mano.

Tiene que ver con la transformacion política pero ya había un ejercicio de abrir el tema, ya existían referentes, digamos, en este proyecto de sociedad que resulta después de la dictadura. Ya había existido el grupo Ayuquelen, un grupo de lesbianas públicas, políticas. Eso fue lo primero que vi en las calles de Santiago, en 1982; vi rayados políticos de estas lesbianas: “Lesbianas por la democracia”, por ejemplo; lo encuentro maravilloso. Creo que si ellas no hubieran existido, no habrían existido “Las Yeguas del Apocalipsis”, tampoco hubiera existido a lo mejor el movimiento homosexual tal como es ahora en Chile; el mismo movimento que logró la despenalización del artículo 365 que proscribía la sodomía. Creo que eso es la consecuencia de mucha gente también, que se atrevía a dar la cara en momentos difíciles. No es lo mismo lo que ocurría con la militancia de los noventa, después que asume Patricio Aylwin, después de Pinochet a lo que ocurría antes de Pinochet, (donde) la homosexualidad era un fetiche frívolo de cierta televisión, discotecas abiertas en pleno toque de queda; era casi un adorno floral de la dictadura. Pinochet nunca reprimió la homosexualidad de manera tan directa. Hubo casos, sí, pero aislados; nunca hubo un escuadrón de la muerte aquí, como en Argentina o Brasil. Creo que a la dictadura le convenía que hubiera este destape homosexual en los paseos públicos de Santiago, porque invisibilizaba los crímines que se estaban cometiendo contra otra gente, contra la izquierda, por ejemplo. De esta manera cierta homosexualidad chilena, la homosexualidad con poder, jugó un papel bastante impune, también, de todo lo que ocurría acá.

¿Qué lugar ocupa el melodrama como arma política, de propuesta estética, dentro de tu trabajo?
Creo que se maneja en un borde, una especie de cosa entre lo cultural y lo popular. Se mueve en este destello, y produce, por ejemplo, cierto rechazo en algunos gustos académicos, cierta alergia y descalificación en términos de que es lo único que se nos ocurre a las locas: hacer melodrama. Somos melodramáticas, somos histéricos, somos exagerados. Si no es tanto… somos exagerados. Me encanta producir esa especie de incertidumbre, que uno puede producir con algo melodrámatico y que de repente puede doblarse la visagra y pasar al drama total. O escapar de la ironía de ese mismo drama. Esto es lo que me produce el melodrama como herramienta para distender las polaridades entre lo frívolo y lo grave.

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