Maximino Javier

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Estar frente a Maximino Javier, no sólo significa tener delante a uno de los pintores mexicanos más reconocidos a nivel internacional y más valorado en el país, sino también a un creador que, a través de su obra, nos muestra un México que parece haber dejado un pedazo de sí en el camino antes de cerrarse el siglo XX. El campo, la música y algunas notas oníricas presentes en sus pinturas, grabados y litografías —que sin embargo no estriban en el surrealismo, ni incurren en un nacionalismo populista— han cautivado a coleccionistas holandeses, franceses, italianos, españoles y estadounidenses, que las conservan como unas de las obras más estimadas de la plástica mexicana. No obstante, su autor (oriundo de Valle Nacional, Oaxaca), continúa trabajando desde México con un entrañable estilo local, que permite que su labor creativa sea asumida como propia por aquellos que se sienten retratados en ella. La exposición La magia de los sueños, que reúne 31 de sus piezas y que permanecerá en exhibición hasta el 12 de agosto en el Museo del Pueblo, en Guanajuato, da clara cuenta de ello.

Buscar el arte
Yo vivía en un pueblo a nueve horas de Oaxaca capital, muy cerca de Veracruz, y le ayudaba a mi papá a sembrar maíz, chile y tabaco. Uno seguía siendo niño en ese entonces, no es como ahora que los niños parecen madurar más rápido. Empecé la primaria a los doce y un maestro, que vio me gustaba dibujar, me dijo que en la capital había una escuela de artes plásticas. Yo me quedé con la idea y cuando terminé la secundaria decidí probar suerte e irme a la ciudad de Oaxaca. Tenía 22 años. No era fácil irme, así que le pedí asilo y trabajo a un tío que tenía en San Lorenzo, muy cerca de la capital. Entré a Bellas Artes y conocí buenos amigos, teníamos temas en común, como la pobreza y las necesidades. No duré mucho en la escuela, porque por cuestiones políticas relacionadas con la Coalición Obrero Campesino Estudiantil del Istmo de Tehuantepec (COCEI), nos corrieron en 1974: es que si no apoyabas estabas en contra.

Sin tregua
Seis meses después, se conformó el Taller Rufino Tamayo dirigido por Roberto Donis, y ahí estuve por cuatro años, con una beca que nos dio un empresario de la región que comercializaba triplay. Con eso pude renunciar al trabajo con mi tío y dedicarme enteramente a pintar. En aquel tiempo pintaba como con una venda en los ojos, no me detenía. Pinté mucho y llegué a hacer entre tres y cuatro exposiciones al año. Me fui al D.F. en 1978 porque me vino a buscar Ben Nordemann, un coleccionista holandés a quien le gustó mi trabajo y me apoyó haciendo en su hacienda una exposición de mi obra, por la cual no me cobró nada. Todo se vendió y así íntegro me lo dio. Encontrar mercado para el arte a veces es difícil, pero yo tuve suerte desde el primer momento que me dediqué a esto, he sido muy afortunado. De 1980 a 1987 viví aquí en Guadalajara y después regresé al terruño y nuevamente al D.F. He expuesto en Oaxaca, Distrito Federal, Guadalajara, Monterrey, en Estados Unidos, Francia, Italia y España.

Sueños despiertos
Mis vivencias están aquí, digamos que se han hecho mis sueños realidad [afirma mientras señala sus cuadros]. Puedo pensar que a la gente le gusta mi obra porque siempre pinto pensando que es para mí, que será un cuadro que tendré en casa. Me cuesta desprenderme, sufre uno. Pero tengo que vender para salir adelante y hacer nuevas cosas. Con Guacha Bato Editores he trabajado en quince grabados, y en esta última visita a la ciudad en otros cuatro. Me gusta mucho el grabado y la litografía, pero soy más pintor. Hay mucho del cariño a la tierra en mi obra. No tengo temas predilectos, pero tengo algunos motivos que se han ido haciendo recurrentes. Cuando llegué a Oaxaca la primera vez empecé a pintar canastos, porque en San Lorenzo hacían muchos de carrizo y me gustaban. Otra constante es la música, y no tanto porque me guste, aunque me gusta mucho, sino porque da alegría a mis personajes. Son símbolos visualmente rápidos de absorber y por eso los empleo. Ahora lo que busco es jugar con la textura y el color, trabajar con superficies más grandes, salirme de lo que he hecho siempre para buscar nuevos medios. Aunque la manifestación de ánimo va cambiando, aún me emociona bastante lo que hago, como en aquellos primeros años.

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