Laicismo fastidiado

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    Que un ministro religioso emita sus opiniones sobre los asuntos de interés nacional puede ser considerado como un derecho del que ningún ciudadano puede ser limitado, pero que pretenda orientar la voluntad de la ciudadanía y juzgar el desenvolvimiento de las instituciones públicas, recurriendo a principios religiosos, parece totalmente contrario a un Estado que por definición, por historia y por necesidad es laico.
    México fue una nación que abanderó el principio de la laicidad aún antes de que muchos estados europeos y latinoamericanos se apegaran a este principio fundamental para la consolidación de una auténtica democracia. Hoy en día no se puede considerar más que retrógrada el hecho de que en los medios de comunicación los asuntos religiosos ocupen más espacio que los asuntos científicos, que en las decisiones gubernamentales se aluda a principio teológicos para promulgar un ordenamiento o que en algunas instituciones educativas sigan existiendo promotores de actitudes contrarias a la laicidad.
    El carácter laico del estado mexicano consiste en admitir que las diferentes instituciones que conforman el gobierno, no responden a los intereses de ninguna religión; por ello con frecuencia surgen muchas dudas cuando pretendemos afirmar que el Estado mexicano es laico.
    Las propuestas recientes hechas en México sobre el derecho a que las parejas del mismo sexo contraigan matrimonio y que a la postre, adquieran el derecho de adoptar, así como la legalización del derecho a consumir algunas drogas, han provocado una iracunda reacción por parte de los miembros de la Iglesia católica, cuya reacción ha impactado entre algunos de sus fieles, que forman parte de los integrantes de los poderes de la nación. Que un legislador o un miembro del poder ejecutivo expresen sus posiciones es necesario, pero que pretendan fundar y orientar el destino de la nación soportando sus afirmaciones en los mandatos de su fe, resulta contrario a la laicidad.
    Los opositores a la laicidad en México afirman que es hipócrita querer negar o pretender minimizar la presencia de los sentimientos religiosos en las decisiones legislativas o educativas, cuando el pueblo mexicano es profundamente religioso. Creo que el argumento sería válido si la moralidad de la religión fuese compatible con la recta razón y con el curso que tiene el desarrollo de la convivencia social. Por ejemplo, es un hecho que existen enfermedades de transmisión sexual y que el uso de condones puede ayudar a prevenirlas; por tal motivo, si los ministros de una religión consideran pecaminoso el uso de condones, esto no será un impedimento para que los fieles a esta religión usen condones si es que consideran que su salud está en riesgo.
    Un segundo argumento expresado por los representantes religiosos en contra de las propuestas que les resultan incómodas, consiste en afirmar que las reformas son contrarias a la moral y los valores. La moral tiene que ver con las costumbres de una nación, pero las costumbres que tiene una persona, una familia o comunidad, no siempre son las mismas que abrazan otras personas o comunidades. Por lo anterior, el hecho de que un grupo de personas acostumbren despreciar a las personas del mismo sexo que quieren unirse en matrimonio, no les autoriza a juzgar o limitar a aquellos que consideran que debería ser una buena costumbre unirse en matrimonio a pesar de ser del mismo sexo.
    Las religiones de mayor influencia en México, ligan su cuerpo de afirmaciones teológicas a un cuerpo doctrinal de orden moral. Es decir, pretenden establecer un conjunto de normas acerca de lo que deben ser las correctas costumbres que deben adoptar sus feligreses. El principal problema que surge cuando se pretende imponer una moralidad absolutista es que se generan contradicciones en situaciones particulares o cuando alguien considera que estos principios resultan contrarios al desarrollo individual o comunitario. En otros términos, supongamos que una norma religiosa obliga a que sus fieles asistan a sus festividades; sería absurdo que juzgar negativamente a un fiel que tiene un fuerte dolor de cabeza y le impide asistir a las ceremonias que obliga su credo. Es decir, una moralidad absolutista es contraria al desenvolvimiento real de la vida común, la diferencia de puntos de vista y la diversidad de circunstancias que enfrentamos los humanos.
    Un criterio para garantizar una sana y justa convivencia, decía el filósofo norteamericano John Rawls, consistiría en establecer un velo de ignorancia ante las diversas posiciones morales. Esto es: cuando se toman decisiones que impactan en la convivencia social, tratar de olvidarnos de nuestras orientaciones morales. En otras palabras, un criterio justo para orientar la convivencia social, debiera optar más por un análisis ético de las circunstancias que por el sometimiento a una moral absolutista, que resulta contraria a la laicidad, la cual, en sí misma, ya implica este principio del velo de la ignorancia.
    Por lo anterior, una educación que sometida a principios teológicos, es contraria a un saber fundado en la razón; una legislación que responde a los intereses de un grupo religioso, no es garante de justicia y un Estado confesional no puede constituirse como un Estado democrático.

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