La prosa equilibrada

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    Recuerdo que la primera lectura que hice de La oveja negra y demás fábulas (1969) de Augusto Monterroso, me dejó perplejo. No había leído antes nada de su autor. Podría decir, incluso, que me sumió en ese desasosiego que va del destanteo al humor y, por último, a la franca risa: a ese cómplice guiño del entendimiento que surge de la parodia y la ironía cuando uno es el blanco; es decir, de saberme (aunque de esto nadie escapa) retratado en sus textos. Como a Jorge Ibargüengoitia, a Monterroso —del que se cumplieron hace unos días diez años de su muerte— no le agradó nunca que lo consideraran un escritor humorístico. Le dijo a José Miguel Oviedo: “Si lo quieres saber, nada me desilusiona más que la consabida frase con que alguien me informa entusiasmado de lo mucho que se rió con mi cuento tal o cual.” No puede negarse, sin embargo, que hay humor en sus páginas, pero es posible encontrar también resabios de dolor, de incertidumbre, y una maraña de recuerdos intrincados y pasajes amargos. Vida. Literatura.
    La obra de Monterroso (1921-2003), por su brevedad (poco más de mil páginas, escasas para un autor consagrado, indispensable en el mapa latinoamericano, hace pensar en las de Julio Torri y los dos Juanes, Arreola y Rulfo, todavía quizá más breves). “Monterroso —escribe Nicasio Urbina— pertenece más bien al grupo de escritores que escriben poco, que se aguantan hasta el último momento cuando quieren decir algo, y que una vez escrito lo guardan por siete años, como aconsejaban los antiguos” (“El espacio de una letra”, Ediciones del Sur, 2003). Como si se hubiera propuesto seguir aquella sentencia de Epicteto: “Quieres ser escritor, escribe. Quieres ser un buen escritor, borra con frecuencia.” Se dice que de lo bueno, poco. O que lo bueno, si breve, doblemente bueno. Y allí está la literatura monterrosiana como ejemplo.
    Aunque escasa, como ya se dijo, la obra de Monterroso tiene la extraña y plausible cualidad de no repetirse: cada libro suyo es, a su modo, distinto. Jaime Labastida señala: “No tiene dos libros iguales, ni en estilo ni en género.” El abanico abre en Obras completas (y otros cuentos) (1959), pasa por La oveja… y Movimiento perpetuo (1972), y llega hasta La vaca (1998) y Pájaros de Hispanoamérica (2002.) Cada uno de los volúmenes con sus atributos y contribuciones literarios: cuentos, fábulas, ensayos, aforismos. Vida. Literatura.
    Como el buen escritor que fue, el autor guatemalteco nacido en Honduras abrió una brecha literaria latinoamericana que nadie había surcado hasta entonces y que, después de él, tampoco nadie ha transitado. Se han aventurado algunos, pero, como escribió Agustín Monsreal, “es tan él que imitarlo es fácil, y muchos han caído en la trampa”, y se han desbarrancado. Monterroso pareciera ese Zorro sabio de La oveja negra: “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro no lo voy a hacer. Y no lo hizo.”
    Monterroso, un preclaro fabulista, cuentista y ensayista, reinventó o, si se quiere, jugó con maestría con las posibilidades de la fábula en La oveja negra. Las suyas se alejan del modelo de fábula tradicional: ése en que el fabulista se mete en el papel de moralista y cuyo cometido es desnudar la falsedad del comportamiento humano y, hacia el final del texto, en un afán didáctico, proponer un modo de corrección o aligerarlos para encontrar sus flaquezas. En Monterroso tal fabulador no se encuentra: sus fábulas, antes que otra cosa, tocadas por la inventiva mordaz y la sagacidad, se alejan del tono admonitorio con que se reconoce a lo moral. En la introducción a Cuentos (Material de Lectura, UNAM, 2008), Noé Jitrik escribe que Monterroso “no intentaría… rectificar el mundo a través de una ingenua confianza en el poder de la literatura o de su ‘mensaje’, ni dar indicaciones para ordenar su evidente desorden, sino que… se propondría instaurar una forma de luz, una forma superior de saber, desencantado y esperanzado al mismo tiempo, atravesado por las revelaciones que sólo la poesía en la palabra puede traer.”
    A modo de cierre, dejo estas últimas palabras respecto al quehacer literario de Monterroso, que escribiera Marco Antonio Campos: “Cuando se lee u oye a Augusto Monterroso se goza cómo va midiendo las palabras para armar la frase, cómo las paladea. La prosa equilibrada, en movimiento.”

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