La piel del tambor

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    Con la modernidad, la tecnología y la globalización, se han derribado muchos muros que han convertido al mundo en un lugar cada vez más libre.
    Pero también han sido factores que contribuyeron a convertir al ser humano en un ente más pragmático, materialista y egoísta.
    Lo vemos ahora en los partidos políticos donde sin rubor alguno se pueden dejar de lado principios, ética y moral y cambiar de camisa o bando sin asomo de vergí¼enza.
    Lo vemos también en otras actividades de la vida donde la mística es materia olvidada.
    El poderoso encanto del dinero reflejado en bienes materiales, en placer y comodidades, parece una gigantesca serpiente que estrangula los mejores sentimientos de las personas.
    Una de las letras de Serrat lo define perfectamente: “tanto tienes, tanto vales, y párele de contar; hoy; respiramos, mañana dejamos de respirar”.
    En la danza frenética de los tiempos que hoy vivimos y que es marcada por la vanidad que se puede palpar en la televisión donde se convierte en raiting a la miseria y la desgracia, pocos reflexionan sobre el rumbo de la sociedad que se aleja de los valores elementales.
    Junto a la vanidad, el edonismo y la chabacanería, crece la indiferencia de las personas a prácticamente todo lo que le rodea.
    La hay hacia los asuntos públicos, hacia los compañeros de trabajo, a los vecinos, a los ciudadanos y en algunos casos hasta a la propia familia.
    El individualismo campea nuestros días y la gente prefiere pensar en lo que conviene, más que en lo que cree.
    Por lo mismo, es cómodo sacrificar posiciones en aras del interés. Es fácil pisotear una amistad si eso significa bienestar.
    En los tiempos actuales, casi todo tiene precio y casi todo puede ser sacrificado…
    El escritor Arturo Pérez Reverte, en su extraordinario libro La piel del tambor, narra las peripecias de un viejo sacerdote que es perseguido precisamente por ser fiel a su mística, a sus principios, a la ética y moral de la iglesia en la que él cree.
    La historia tiene como protagonista a un sacerdote joven que viste ropa fina y que trabaja en El Vaticano, mismo que es enviado a investigar al ortodoxo sacerdote católico que es párroco de un templo en Sevilla.
    El viejo sacerdote que es idolatrado por sus feligreses, se niega a ceder a los intereses económicos de empresarios que pretenden derribar la vieja Iglesia para levantar ahí un centro comercial.
    Los altos jerarcas del Vaticano que reciben fuertes sumas de dinero por parte de los inversionistas para que vendan el terreno que ocupa el templo, deciden enviar al joven religioso para que encuentre una rendija para someter al viejo párroco.
    Es un hombre pequeño, de figura delgada y correosa que desprecia todo lo que tanto gusta el joven sacerdote, viste mal, con zapatos raspados y ropa vieja y arrugada.
    Tiene desde varios años atrás la misma sotana que lo ha acompañado a miles de misas.
    El joven sacerdote investiga al párroco y encuentra a un sujeto fascinante que tiene como afición la astronomía y que en las noches con un balcón y un telescopio prestados, se pierde en las estrellas.
    Descubre además a un hombre que no le interesan las cosas materiales, que vive en una habitación sobria, sin televisión y con una pequeña computadora.
    En uno de los capítulos, el viejo clérigo le cuenta al enviado del Vaticano los motivos que lo impulsan a ser como es, un sacerdote a la antigua, de los que todavía creen en la palabra de Dios y en la fortaleza que representan los bálsamos para el espíritu de los feligreses.
    Dice que durante nueve años fue encargado de un pequeño templo en lo más lejano de la sierra donde apenas tenía 48 personas que acudían a misa.
    Durante todos esos años, cumplió con el rito de los oficios hasta que no quedó ningún feligrés. La última fue una anciana de 84 años que no sobrevivió al invierno.
    Lo enviarían después a otras pequeñas parroquias hasta que llegó a la vieja Iglesia de Sevilla.
    En el diálogo con el funcionario del Vaticano, el veterano sacerdote le dice que la Iglesia católica necesita de esos viejos curas para mantenerse en pie.
    Que la labor de gente como él, en los sitios más apartados del mundo donde todavía se cree la palabra divina, son los que sostienen la fe.
    – El Vaticano con su dinero, con su riqueza, tecnología y ropa fina, necesita de gente como yo.
    Luego concluye con una frase demoledora:
    – Yo soy la vieja y parchada piel del tambor donde aún redobla la gloria de Dios…
    La historia concluye de una forma interesante. El terreno que ocupaba el templo era una donación de una familia adinerada que puso como condición que cada sábado se oficiara misa. Si se faltaba a esta condición, el terreno podría ser vendido.
    El viejo sacerdote es secuestrado y le impiden que el sábado dé la misa.
    Pero el joven enviado del Vaticano, el de la ropa fina y gustos de primer mundo, subyugado por la reciedumbre de aquel viejo, toca las campanas aquel sábado para llamar a misa y encabeza la ceremonia olvidando la misión de espía a la que fue enviado.
    Como los feligreses que acudían al templo, el sacerdote también resultó seducido por la visión de aquel singular personaje…
    Del pasaje narrado en la novela, quiero rescatar la importancia a que en los tiempos modernos, puedan sobrevivir los principios, la ética profesional y los valores elementales, sobre el materialismo feroz que nos consume.
    Lamentablemente, igual que el viejo sacerdote de la novela de Pérez Reverte, cada vez quedan menos Quijotes en el mundo aunque todavía hay muchos molinos de viento en pie para enfrentar.

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    A Manera de despedida: El primero de enero de 2005, el rector general de la Universidad de Guadalajara me honró al nombrarme Director de Información.
    El proyecto era coordinar los esfuerzos informativos de la Universidad en la televisión, la radio y esta Gaceta Universitaria.
    Sin embargo, a partir de esta fecha, dejo el cargo y por lo mismo esta será la última columna que aparecerá en este semanario.
    Me voy agradecido con la oportunidad que me brindaron porque me permitió conocer a gente valiosa y sólo lamento que mi capacidad y talento periodísticos no hayan sido suficientes para continuar con mi labor.
    En este momento, más que nunca debo reconocer que suscribo la frase de Renato Leduc que siempre acompaña a mi columna: “el periodismo es una profesión amarga, pero de muy dulces recuerdos”.

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