La muerte de la oruga

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    Lucy le cayó del cielo. El joven prometeo estudiaba un simple alcaloide y sin quererlo, robó el fuego a los dioses. Réquiem al padre del ácido. Albert Hofmann murió el 30 de abril pasado en Basilea, Suiza, tenía 102 años. Su edad fue la declaratoria final para aquellos que dicen que las drogas son malas para la salud.
    Al contrario del excéntrico Timothy Leary –otro de los grandes propulsores del ácido lisérgico– Hofmann no grabó su muerte. Su último acto fue más discreto. La eternidad le estaba reservada desde hacía décadas. Probablemente no habrá calles con el nombre de este héroe contracultural. No tendrá un día conmemorativo. Su rostro no será inmortalizado en los sellos postales de un país. No le importaría en absoluto, él sabía que su efigie ya viajaba alrededor del mundo, impresa en las pequeñas papeletas mágicas.
    Un Hofmann, alrededor de 300 pesos, y el colocón: garantizado.

    Todo es química
    Albert Hofmann nunca dejó de sentirse un científico. Candidato outsider al Nobel, su descubrimiento, como muchos grandes hallazgos, fue consecuencia del error y la fortuna. El nacimiento del LSD-25 fue el 16 de abril de 1943. La caja de Pandora había sido abierta.
    Después de 20 años de legalidad del ácido y ya entrados los sesenta, los veteranos de la guerra de Vietnam –yonquis adictos a la heroína de gran calidad del país asiático– regresaron a la “moderna vida de plástico de Norteamérica” (Tom Wolfe, Ponche de ácido lisérgico) y siguieron enganchados a los opiáceos y se divirtieron de lo lindo con la nueva droga sintética de moda (Antonio Escohotado, Historia elemental de las drogas).
    Y después, el pandemónium.

    La década de la droga
    Eran finales de los sesenta y principios de los setenta. Eran los tiempos en los que “todo era posible. Los locos tomaban las riendas, la locura zumbaba en el aire” (Hunter S. Thompson). El LSD fue la droga perfecta para una generación de vagabundos dementes. La visión menos ingenua de esta convulsiva época la dieron el grupo de los “alegres bromistas”, comandados por Ken Kesey (autor de Alguien voló sobre el nido del cuco), y conducidos en el camión-ácido, Further, hasta el último nivel del infierno, por el desquiciado caronte-beat, Neal Cassady (héroe de la novela En el camino, de Jack Kerouac).
    La “prueba del ácido” fue una consigna burlesca que se convirtió rápidamente en el himno de una generación que luchaba por erradicar a la “mayoría silenciosa” (Hunter S. Thompson, Miedo y asco en Las Vegas).

    Las puertas de la percepción
    Si Albert Hofmann fue el legitimador científico del LSD, fue Aldous Huxley el profeta intelectual que más defendió “la experiencia”, como él lo llamaba. El uso del LSD, dijo Huxley en una entrevista para The Paris Review, “demuestra que el mundo en que uno vive habitualmente no es más que una creación de este ser convencional y estrictamente condicionado que es uno, y que hay muchas otras clases de mundo en el exterior. Somos introducidos realmente en la clase de entorno en que vivió Van Gogh o William Blake”.
    Para los no iniciados, funciona mejor la explicación de la cantante de rock psicodélico Grace Slick: “el LSD es como si te succionaran por un tubo…” (Ponche de ácido lisérgico).
    Y cuando las puertas de la percepción se abran, ahí estará Hofmann. Empujando al que se deje al otro lado del espejo.

    Principio y fin del arcoiris

    El científico lleva uno de sus dedos a los labios, meditativo, quizá gestando reflexiones químicas. Unos instantes después: el temblor, el mareo, el florecimiento de una imaginación estimulada por intensos fractales con color, forma y movimientos perfectos que delinean el patrón inteligente de la aritmética cósmica. La sensación tumba al investigador en el sofá. Abracadabra: El “hijo monstruo” ha hecho luz en la saliva y la mente de su involuntario creador: LSD, el soma fantaseado por Aldous Huxley en Un mundo feliz, microdosis para abrir nuevas puertas de percepción a la juventud parida después de la segunda guerra mundial.
    El Big Bang de las drogas generó en la cabeza iluminada de sus usuarios la ilusión de un renacimiento planetario, una nueva generación que experimentaría el estallido del Universo desde la comodidad de un sillón, una hipnopedia multisensorial con destino a las profundidades del inconsciente; hacia donde sea, viaje seguro… ¡qué buena onda!
    Los guías de las masas, The Beatles, ondeaban la bandera sonora y primer eslabón de la cadena ácida, el disco en vinilo: Sgt. Pepper’s lonely hearts club band (1967). Las frecuencias de este material llevaron a millones alrededor del mundo hacia los cielos mentales, con el himno épico: “Lucy in the sky with diamonds”. John Lennon, en aquellos tiempos, disimuló su carisma literario: la letra de la canción fue inspirada en un dibujo que había hecho su hijo Julian en la guardería, había dicho. Pero quienes experimentaban a Lucy, nombre que se utilizaba en los abismos para llamar al LSD, reconocían las metáforas del maestro, como los discípulos de Jesús distinguían las perlas entre los cerdos. El periódico El País luego publicaría las palabras dichas en 2004 por la pareja creativa de Lennon, Paul McCartney: es “bastante obvio” que la canción “habla de una alucinación”.
    El color había vuelto a un mundo trémulo en el caos, las flores renacían de las cenizas de la guerra; danza, canto y sexo a favor del bienestar emocional de un planeta sobreexplotado. The Beatles exageraban sus portadas discográficas con extremas tonalidades del prisma. La realidad de repente fue vista a través de una gota de LSD. Las máquinas productoras del excitado progreso y los artefactos de la guerra se matizaban por un reinventado ojo tornasol.
    Los hijos predilectos del LSD fueron los hippies, quienes atestaron las calles de San Francisco; organizaban festivales del trip diseñados para celebrar “la experiencia” –gesta de la psicodelia–, e incluso se hermanaron con los indígenas de Norteamérica, intercambiando sonrisas por mescalina.
    En México surgieron los hippietecas, bautizados así por el investigador de la contracultura, José Agustín. El ácido en el cerebro de los mexicanos reaccionó de forma similar: derritiéndose la conciencia urbana en las barrancas de la sierra madre occidental, entre tribus de huicholes y hacia los cerros micológicos del norte de Oaxaca; en Guadalajara, hacia la humedad del bosque la Primavera.
    La generación de finales de los sesenta se marchitó cuando las ondas del paraíso rebotaron infectas hacia la carne intoxicada, antes que madurara la década de los setenta.
    La gota amarilla viajando a través del universo anclaría el submarino en nuevas generaciones de campos con fresas estériles, diluyéndose en el viaje individualizado, sin nombre, clandestino.

    Nacimiento de un alucinógeno

    ARACELI LLAMAS SíNCHEZ

    Fue descubierto por casualidad, aprovechado con fines farmacéuticos y vetado del mercado por el mal uso que posteriormente se le dio. Es la historia del LSD, denominado así por sus siglas en inglés, que significan: dietilamida del ácido lisérgico.
    El LSD, comenta el doctor Octavio Campollo, jefe del Centro de estudios de adicciones, de la Universidad de Guadalajara, es una sustancia descubierta por el científico Albert Hofmann, y que tiene poderosos efectos alucinógenos. “Le producen a una persona un estado temporal así como psicótico”.
    Hofmann trabajaba en su laboratorio, tratando de crear un farmacéutico eficiente en el mundo de la medicina, pues para mediados del siglo XX, aportaba sus investigaciones a los laboratorios Sandoz.
    Fue el 16 de abril de 1943. Hofmann estudiaba los alcaloides del tizón del centeno, para tratar de crear un estimulante de la circulación y la respiración, cuando sucedió el milagro. Después de desestimar 24 compuestos, una gota del número 25 (de ahí el nombre genérico de LSD-25) cayó en su mano y llegaron las visiones, el vértigo, los objetos en movimiento, la psicosis, el sentimiento de felicidad y las alucinaciones.
    Hofmann quiso aprovechar su descubrimiento utilizándolo como medicamento en la psiquiatría, pues aseguraban quienes posteriormente experimentaron las sensaciones, que dicha sustancia ayudaba a comprender el interior de uno mismo. “Decían estas personas que debido al estado psicótico que produce, era la manera de verse hacia adentro”, comentó el doctor Campollo.
    El LSD comenzó a ganar campo en la psiquiatría, sin embargo se suspendió su uso algunos años después, cuando su influencia se extendió al mundo del arte, especialmente en la música. Las personas con esta sensibilidad eran vulnerables a dicha sustancia, que era consumida en exceso. Además, con el movimiento juvenil de finales de los años sesenta, continuó el consumo desmedido, volviendo al LSD una sustancia que aún se consume, aunque de manera ilegal.

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