La mecedora

2529

FLOJA LA MANO BLANCA DE Uí‘AS ROSAS
y su hermosura
dormitando a un calor de invernadero,
Olivia entrecierra sus ojos
mientras empuja con su pie descalzo,
desde la mecedora,
los ímpetus de un sueño.

Gozosa de su juventud,
se va profundamente abriendo;
naciente de su mismo aroma,
vive lo que imagina
y se deja morder,
pecosa,
y se sublima fuera de su tiempo.

Te meces,
oscilante muchacha sobre un mundo de amantes
en el trapecio.
La cabellera rubia en su caída de brisa
todo lo va cubriendo.
A Olivia se la lleva,
a Olivia la regresa el pensamiento.

Pasa otra vez la antigua película de amantes:
la mecedora en sus brazos abiertos los abruma,
los envuelve en la niebla del deseo.
Olivia
somnolienta sisea,
sopla hacia ellos
su boca fresca hecha de hortensias
bajo el trigal ondulándose en descenso.

Olivia a la caricia vehemente de unos labios,
Olivia bajo el tumulto de unos dedos,
Olivia…

Pero estoy frente a ella hoy y la veo:
vieja la hermosa Olivia,
desdibujada imagen declinante.
Ya no más los amantes,
ya no más los jóvenes cuerpos.

La boca desdentada y su mueca nostálgica.
Las pupilas marchitas ruedan en el cieno.
La frágil voz de seda
que se quiebra en un cántaro hueco.

Sus muslos de azucena flácidos.
Los anillos del cuello.
Los otrora turgentes, los senos descendentes
y altares en que amantes de rodillas
quemaron incienso.

Obstruye manecillas con dedos obstinados.
Algodones al aire,
regresan sus recuerdos.

¿Qué hoy desciende, como ancla
hasta el silencio?

El agua pasa
con su lento depósito de vida.
El agua cae en el acantilado.
El agua vibra y nunca permanece
a nuestros ojos que también arrastra.

Olivia como un río.
Estoy mirándome, mirándola:
como llama y crisálida de seda.

Olivia, estoy mirándote.
Olivia…

El agua pasa pero el cauce queda.

Ernesto Flores

Selección: Filemón Hernández

Artículo anteriorFrancisco Aceves González
Artículo siguiente¿Por qué queremos ser recordados?