La lucha de polos

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Parece nerviosa. La cabeza le tiembla de un lado a otro, al igual que los hombros. Sus espasmos son esporádicos. Ríe, y casi de inmediato vuelve al gesto serio de hace unos segundos. Junto con otras internas, toma el fresco en una de las bancas sombreadas del área de psiquiatría, del hospital civil “Fray Antonio Alcalde”.
Pese al trastorno bipolar, es la que mayor coherencia y continuidad puede tener en una plática, me dice una de las residentes. Carmen Espinoza sale del psiquiátrico al otro día. Es la última tarde con sus compañeras.
La residente la saca de su convivencia para llevarla al caldo de pollo y el agua de fresa. Nos presenta. Acuerda la plática con el reportero. En el lado femenil del psiquiátrico hay mucho sol en el patio. Buscamos sombra bajo una bugambilia.
Hace cinco años que la internaron por primera vez, comienza por describir. Duró cinco meses en su primera reclusión. Pastillas, independencia de sus familiares y tratamientos médicos al parecer le devolvieron el equilibrio y salió una vez más al mundo.
“Estaba muy mal”. A veces me sentía muy bien, muy feliz y luego mal, muy mal. Me quería morir. Quería que un carro me aplastara. Me quitaba toda la ropa y me salía desnuda a la calle para ponerme enfrente de los carros. Mis hijas no me dejaban, pero yo las empujaba. Me daban mi ropa y me querían vestir, pero yo las aventaba”.
El trastorno bipolar es un padecimiento que genera una personalidad extrema, me anticipó la residente, “es vivir una felicidad eufórica y luego, de un momento a otro, una depresión intensa”.
Carmen está consciente de su enfermedad. Sin embargo, de una conversación salta a otra, y sin prejuicios menciona que tiene “mucho pegue con los hombres”. Desconoce porqué la buscan tanto. Voltea a ver su cuerpo. “Antes yo era delgada, nada más que he engordado porque aquí me dan mucho de comer, las tres comidas, y pues las pastillas también me engordan”. Son alrededor de 15 tabletas diarias, explica.
Sin inquietud aparente comienza a hablar de cuando dos policías la violaron. Su esposo la había maltratado esa noche, así que salió casi enloquecida a la calle. Al parecer dos patrulleros la convencieron de subir a la unidad para transportarla a la Procuraduría. Pero se detuvieron en la zona oscura de un parque. El copiloto bajó del coche y subió a la parte trasera, donde iba Carmen. “Primero me la metió uno y después el otro”. La dejaron en la esquina de su casa. Llegó “con una media de fuera y la otra a la mitad de la pierna. Imagínate, mi viejo me volvió a poner una chinga, porque pensó que andaba de cabrona”.
Y no fue la única violación que sufrió por parte de algún hombre. De hecho, asegura que los dos policías regresaron a su casa: “qué onda mamacita, a ver cuando te vuelves a dar una vuelta”, le decían.
Está segura de que su trastorno llegó a partir del maltrato de su exmarido. Más aún cuando esperaba su tercera hija. “Me golpeó y pateó la panza hasta que aborté”.
Ahora Carmen dice que solo le teme a sus sueños y a las parpadeantes apariciones que ve en el cuarto de psiquiatría, “como dragones que echan fuego por la boca y unas sombras negras horribles”.

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