La garrocha

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    Hoy me ganó la indignación y mi columna se desbordó en la computadora.
    No sé si la escribí o simplemente brotó.
    Espero su comprensión y apelo a que compartan conmigo el mismo sentimiento.

    “Lo peor ya pasó”, declaró aliviado el presidente Vicente Fox al referirse a los estragos del huracán Stan en el sureste de México.
    Después se fue a España a la Cumbre Iberoamericana.
    La declaración del presidente debió ser tomada como un golpe en el estómago por los miles de damnificados por el meteoro.
    Personas que perdieron a familiares, sus casas, pertenencias y todo lo que tenían en la vida, amanecieron bañados por la inclemente lluvia, los ríos desbordados y sus propias lágrimas.
    Nunca como ahora han sido tan crudas las imágenes difundidas por la televisión.
    Y nunca como ahora México fue tan exhibido en la triste realidad de su miseria.
    Hace 11 años, cuando el Tratado de Libre Comercio abrió sus puertas al mismo tiempo que estallaba el conflicto del EZLN, ya se había advertido de la desigualdad que vivía el país especialmente en el sureste.
    Me tocó recorrer poblaciones chiapanecas sumidas en la completa pobreza.
    Un estado que producía más del 50 por ciento de la energía eléctrica que consumía el país, pero que más del 50 por ciento de su población no contaba con electricidad.
    Al menos dos de cada cinco niños chiapanecos morían de enfermedades curables antes de llegar a los cinco años, debido a la carencia de hospitales y atención médica suficiente.
    Ahí en el fondo de la selva Lacandona por ejemplo conocí a Benito. Era un zapatista de once años que apenas podía soportar el peso del rifle M-1.
    Vestía la indumentaria “oficial” del EZLN. Camisa café, pantalón negro y botas de plástico negras.
    Semanas antes del alzamiento zapatista, en los mercados de San Cristóbal de las Casas habían sido vendidas todas las botas de plástico.
    Benito me dijo que decidió meterse a zapatista porque no había de otra.
    “De por sí que no había escuela cerca. De por sí que no había comida”, me expuso.
    Cuando estudiaba, tenía que caminar hasta cuatro horas para llegar a la escuela. Después de las clases, eran otras cuatro horas de regreso.
    Total que entre el camino a la escuela y las clases, a Benito casi no le quedó tiempo para dedicarse a ser niño.
    Por eso andaba de zapatista.
    La realidad de las comunidades indígenas chiapanecas, era y es aplastante.
    Solo cuando pasan cosas como la de Tapachula y otras comunidades de Chiapas, el gobierno recuerda que la pobreza es un capítulo todavía pendiente y que esa entidad es la misma que sacudió los corazones de todos los mexicanos hace 11 años.
    Las imágenes en televisión recogieron jirones dramáticos cual pequeños culebrones con llanto, miseria, tragedia y sin necesidad de actores.
    La televisión mostró más un ángulo de desgracia y puso muy poco énfasis en las historias solidarias y de valor cívico que son también comunes en las desgracias del pueblo mexicano.
    Pero de todas las escenas difundidas por la televisión, hay una que sinceramente me impactó. Se trata de “la garrocha”.
    Un cable fue colocado sobre el río que un día furioso se desbordó y se llevó vidas, casas, ahorros, sentimientos y esperanzas de cientos de chiapanecos.
    Sobre el río todavía agresivo y desfogando agua de quien sabe dónde, fue diseñado este artefacto conocido por los lugareños como “la garrocha”.
    En lugar de un puente, la gente hace largas filas hasta de una hora para poder cruzar de un lado a otro del río en lo que representa la única manera de vencer la marginación e incomunicación de una comunidad unida por la desgracia y separada por un río.
    En “la garrocha” lo mismo se coloca un anciano que una mujer con todo y niño.
    La televisión mostró casos de chiquillos de tres años de piel morena abrazados con fuerza al cuello de su madre mientras temblando de miedo eran lanzados por el cable para cruzar al otro lado.
    Largas filas de habitantes de las comunidades todo el día esperan su turno mientras elementos del ejército y voluntarios jalan el cable para pasar a cada uno de los damnificados en medio de gritos de precaución.
    El pesado cuerpo de una mujer se balancea sobre el agua rabiosa que parece morder sus morenos pies, en tanto que del otro lado los hombres jalan y jalan para ponerla a salvo.
    Este artefacto me impactó porque pone en evidencia el grado de pobreza y desatención como viven estas comunidades y la poca capacidad de respuesta que el gobierno tiene para hacer frente no a las contingencias, sino a la pobreza ancestral que no puede ocultarse bajo el maquillaje oficial.
    Poblaciones sumidas en la oscuridad, incomunicadas, sin agua, sin alimentos y con gente durmiendo en los techos de las casas que se mantuvieron en pie, a la espera del ruido de helicópteros que arrojen alimentos y cobijas y ante el temor del regreso de la lluvia u otra crecida de los ríos.
    Por eso no estoy de acuerdo con lo que asegura el presidente Vicente Fox.
    Lo peor no ha pasado. Es más, para miles de damnificados que perdieron todo, lo peor está por venir.
    ¿Con qué cara se le puede hablar a la gente de que todo ha pasado si perdieron familiares, viviendas y la tranquilidad?
    ¿Cómo es posible que en un arranque de humor negro e involuntario el INEGI insista en que irá a los albergues a contar a las familias?
    ¿Qué les puede preguntar?
    ¿De cuántos miembros se compone esta familia?
    La respuesta sería: ¿antes o después de la tragedia?
    Ni modo que le pregunten a la gente en los albergues si tenía casa. La respuesta sería: tenía.
    El presidente de Guatemala suspendió su viaje a la Cumbre Iberoamericana en España por la contingencia que padecen decenas de pueblos del vecino país afectado por el huracán Stan.
    Fox no lo hizo. Aunque tiene lógica porque para él hay una explicación sencilla: “lo peor ya pasó”.

    A manera de despedida: Los hijos de Marta Sahagún son señalados por una comisión de la Cámara de Diputados de haber sido beneficiados por el IPAB al comprar mil 700 viviendas en tres mil pesos cada una.
    Los hijos del exgobernador del Estado de México y hoy flamante precandidato a la presidencia Arturo Montiel, realizan operaciones de decenas de millones de pesos en efectivo y el padre simplemente solicita que se le “dé vuelta a la página” y se olvide el asunto.
    Cuando miro este tipo de actos abusivos, no puedo dejar de voltear hacia el sureste de México y mi atención se centra en una pobre mujer que abraza con fuerza pero con ternura a su hijo de tres años al cruzar el río.
    Es inevitable, pero con este tipo de casos, mi mente no puede apartarse de la triste y famosa “garrucha” que para cientos de personas significa abandonar solo por unos momentos la marginación.

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