La Tijuana de Campbell

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Antonio Tabucchi inscribe el hipotético encuentro de su personaje de la novela Réquiem (1992) con el poeta Fernando Pessoa en el muelle del puerto de Lisboa; José Saramago se adentra en las angostas callejuelas y plazas de esa ciudad para plantar, en una de sus bancas, al doctor Ricardo Reis, mientras lee el periódico en el año de su muerte. O recrea esa vieja y naciente Lisboa en que tienen lugar los amores de María Sara y Raimundo Silva en su Historia del cerco de Lisboa (1989). Está también esa otra Lisboa que en su Libro del desasosiego (1935) Pessoa construye, más que como el sitio donde se vive y trabaja, como las coordenadas del origen y por las que se mueve con premura y libertad: “¡Oh, Lisboa, mi hogar!”, remata un fragmento en el que el centro lo encarna esta frase que advierte por dónde andan sus pasos: “Los ruidos de la calle parecen cortados a cuchillo”. Renglones más abajo, anota: “¡Qué humano era el toque metálico de los tranvías! ¡Qué paisaje alegre el de la simple lluvia en la calle resucitada del abismo!”. Y luego esa ciudad blanca llevada al cine por Alain Tanner, en 1998, con su adaptación de la novela de Tabucchi. Lisboa es una y todas esas, una y esas que tanto Pessoa, Saramago, Tabucchi y Tanner hacen aparecer al voltear, prestidigitadores, su sombrero.

De algún modo, Tijuana es la esquina de Latinoamérica. Eso dicen quienes la han pisado, y cuya mayoría hace alusión al muro que se levanta entre esa ciudad y suelo estadounidense. En “La frontera sedentaria” Federico Campbell (1941-2014) anota: “El valle de San Diego, al que pertenecían de manera natural las hondonadas de Tijuana, se cercenó por el sur y la aldea de Tijuana empezó a existir como una manchita en el mapa”. Y de esa aldea, de ese poblado de pocas casas y escasos habitantes es de la que habla en Tijuanenses (1989), más en concreto en el cuento homómino de ese volumen. Porque Tijuana —y me parece estarlo viendo trazar una circunferencia en el aire con toda la extensión de sus brazos— constituía para Campbell su inicio y su fin del mundo, ahí comenzaba y ahí mismo culminaba el territorio —en la memoria y, por consiguiente, en su ejercicio literario– que siempre quiso estar pisando. Y es que ya se sabe que la literatura no es otra cosa que memoria. Diferencia, si la hay, es que Tabucchi y Saramago echaron mano de un personaje, Campbell de él mismo.

Y si la Lisboa tabucchiana o saramaguiana es un trazado blanco de evocaciones y halo marítimo, la Tijuana de Campbell, según Leobardo Saravia en Material de lectura de la UNAM, “es la tierra del nunca jamás, un escenario que la memoria apresa fallidamente; creándola de continuo. Ciudad talismán, sólo posible en la alquimia de la escritura o en la fragua evocativa de quien se sabe forastero. Ciudad imantada por sentimientos de amor y aversión”. En Tijuanenses queda esto de manifiesto, pero no sólo eso, sino también, como en un juego comparativo, al nombrarla y escudriñarla es posible hallar esa predisposición de ánimo que requiere la contemplación del sitio donde quedó el ombligo, y la escritura misma. Ese par de encomiendas se echó sobre los hombros Campbell, que aprendió en los talleres literarios que Juan José Arreola daba en su casa, que dedicarse a la literatura como escritor, tenía sentido. 

La Tijuana de la que habla Campbell no es la Tijuana de ahora. Podría aventurarse que se trata de una ciudad adolescente si se le compara hoy con el rostro de una urbe adulta y avejentada. Porque la desgracia la tocó. Solo que Campbell ya no estuvo para contarlo, o si lo contó, lo hizo sin lastimarla, sin embestirla del todo —porque, reitero, allí quedó su ombligo. Escribe en el cuento “Tijuanenses”: “…todavía podría preguntarse si todos… tuvimos las mismas oportunidades, idénticas ventajas (sus viejos amigos y él). Muchos emigraron a Los Ángeles. Otros se quedaron. Uno murió en Vietnam. Los más afortunados fueron tal vez los que alcanzaron boleto para irse a las universidades”. Si se alargara el párrafo podría caber esta otra frase, inventada por supuesto: “Y yo salí de Tijuana la primera y, quizás, la última vez. Para no volver, quizás”. Porque comenzó a caminar y ya no paró más, se dio a la errancia latente, doliente, como Rimbaud, que dejó la poesía o Apollinaire, que vagó por años. Saravia agrega: “Sus relatos giran alrededor de una ciudad convocada, que es una y diversas. Es una Tijuana que un adolescente, paralizado por la timidez, imagina constelada de gestas épicas…”

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