El viajero incansable

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En 1961 un joven autor mexicano descendía del tren en la ciudad de Venecia. Con un equipaje ligero que contrastaba con todos los libros que guardaba en su memoria, Sergio Pitol llegaba a una ciudad que imaginaba desde las atmósferas que le recrearon sus lecturas.  Todo parecía maravilloso hasta que se dio cuenta que había extraviado sus gafas. Ahí estaba en la Plaza San Marcos, un miope sobrecogido por la inmensidad de un espacio desdibujado, pero cuyo retrato completaba con lo que la historia del arte, las novelas, la lírica y hasta Hollywood le habían enseñado de aquella ciudad italiana. Lo imagino ahí, sonriente, con la mirada disminuida por la miopía y por la niebla de aquella mañana veneciana y con el espíritu alegre por recorrer palacios, plazas y puentes inmortalizados en tantos relatos.

“El mayor regalo que nos han dado los venecianos es el color”, fue el mantra que Pitol se repitió durante su estancia en esa ciudad. Esa frase de Berenson permaneció en su cabeza durante la que fuera su primera visita a Venecia.

Para el autor que hoy despedimos con tristeza, la memoria no fue únicamente el lugar del cual partir para su escritura, sino el motivo mismo para la creación literaria.  En los volúmenes que conforman su Memoria y que van desde El arte de la fuga (1996), hasta Una autobiografìa soterrada (2010) se concentran los intereses de un escritor que supo que pasado y presente son el timón de la ruta vital de los hombres. El futuro sólo es fuente de angustia, mientras que la energía creadora nace de eso que nos marcó y que hoy padecemos, y en menor medida, también disfrutamos.

Varsovia, Roma, Londres, Praga y Barcelona, además de Venecia, son algunas de las ciudades que Pitol habitó y en las que los encuentros con sus autores y tradiciones artísticas le permitieron enriquecer su narrativa. Pitol entendió la literatura como un lugar, como el voluntarioso espacio para ser. En alguno de sus históricos regresos a la Ciudad de México acudió al taller de dramaturgia de Luisa Josefina Hernández, pensando que podría escribir teatro. En cada ejercicio dramático Pitol terminaba con un cuento cuya prosa daba lugar a las voces de los personajes, pero cuyos diálogos estaban muy lejos de las formas dramáticas de entonces.

Además de confirmar que la narrativa era el mejor traje de su literatura, Pitol comprobó, mientras experimentaba con Antígonas y Edipos, que su genealogía sería un venero principal para su escritura. Su historia personal, hecha de pérdidas y duelos muy tempranos, tuvo su origen en Huatusco y allá en Veracruz fue donde encontró el paisaje más excepcional para establecerse. Xalapa, la riqueza y diversidad de sus verdes, sus calles y su Universidad, fueron la casa elegida por un autor que siempre consideró a la Ciudad de México tenazmente complicada y ajena.

Para Juan Villoro la prosa de Pitol “a primera vista parece un manto de agua, una superficie inmóvil que no conoce los saltos del diálogo a los cortes de la acción. Sin embargo, la lectura depara una sorpresa esencial: las corrientes de ese mar son submarinas y se desplazan caudalosamente en los cambios temporales y en las extensas frases que parecen tender un cerco que reduce su diámetro a medida que el relato avanza.”

Es notable el celo con el que Pitol ordenó  en su cabeza pasajes de Bajtín, Tabucchi, Thomas Mann, Pérez Galdós, Chéjov, Jaroslav Hasek, Witold Gombrowicz, Borges, Alfonso Reyes o Gabriel Vargas; más notable aún, la extraordinaria capacidad que tuvo para tejerlos con la que fue su vida para compartir en su escritura hondas reflexiones. Pitol, viajero incansable, logró, entre confesiones, evocaciones y añoranzas, descubrir nuevos mundos, imaginar.

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