El tedio y la violencia

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    La yuxtaposición y la ennumeración son los tropos más fáciles, pero hechos con buena mano no por ello son menos poderosos. Carlos Amorales (Ciudad de México, 1970) se vale únicamente de estas dos herramientas en Los guerreros, una exposición que emparenta realidad y ficción a través de la imagen: por un lado, fotogramas de la película de 1979 dirigida por Walter Hill que da nombre al conjunto y que narra una turbulencia brutal en el orden no escrito de las gangs que se reparten Nueva York, y por el otro fotografías de archivo hemerográfico que registran la guerra de pandillas que asoló los bajos fondos de la Ciudad de México entre 1983 y 1984.
    Con la colaboración de Eduardo Berumen Berry, Édgar Torres Bobadilla e Iván Martínez López, este estudio fuerza al espectador a reflexionar en los paralelismos de la violencia que con tanto solaz nos entretiene en el cine, y sus manifestaciones fuera de cuadro, ahí donde preferimos mirar a otro lado aunque nos esté mordiendo en carne propia.
    A pesar de que la serie data de 2007 y los referentes de hace décadas, la vigencia de Los guerreros es estremecedora. No sólo los pantalones pitillo, los estoperoles, la serigrafía del logotipo de los Sex Pistols y los tenis gastados siguen o han vuelto a ser boga en las calles: la flagrante juventud, hastío y necedad de una generación incesantemente renovada de baquetones, haraganes y badulaques, ahora tiernamente llamados ninis, cariñosamente amparados desde siempre por la tan mentada “falta de oportunidades”, el desempleo y la carencia de educación.
    La yuxtaposición, además, no podía ser más propicia: hace apenas unas semanas se exhibía en Gudalajara Esperando a Superman, un documental que exhibe las serias deficiencias del sistema educativo de Estados Unidos, y apenas hace unos días se decretó en la periferia de París, Francia un toque de queda a los menores de edad. En resumen, Los guerreros también pone sal en la llaga de nuestra eterna excusa de tercermundistas.

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