El retorno de Ariel

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    Paul Bowles, de pronto —a la mitad de un texto— hace una pregunta inesperada: “¿Qué es un libro de viajes?” La interrogante aparece justo antes de llegar a la mitad de uno de los escritos de Días y viajes, en la sección de crónicas de uno de sus más intensos libros. Viajero y lector de obras de viajeros, le corresponde hacer la pregunta por derecho. La hizo hace más de medio siglo. Su respuesta, entonces, está en “Desafío a la identidad” —una especie de prólogo a diez encantadoras crónicas de viaje.
    A manera de juego —¿acaso no es lúdica la literatura y todos tenemos derechos a jugar?—, me atrevo antes de ofrecer una pista de sus respuestas, a decir algo no como respuesta, sino sobre lo que para mí son —y han sido— los viajes.
    He viajado por placer —no he ido muy lejos, es cierto— y por despertar la conciencia del entorno en que vivo. Comparar otras realidades ha sido fructífero y desde entonces puedo, por comparación, ser más asertivo en las interpretaciones de la realidad. Sin embargo, pese a disfrutarlo cada vez que ha sucedido, siempre caigo en la misma trampa: después de cada viaje me siento obligado a volver —imaginariamente—, pues justo al regreso me pregunto: ¿En verdad he estado en cierto o equis lugar o solamente ha sido un sueño? Y durante varios días no acepto la vuelta a mi lugar de origen y desconozco cada espacio en donde estoy y me siento, de cierta manera, en una nube que me alza del piso y me extravía. Todo me recuerda al lugar a donde creo haber ido. Confundo los lugares. Un pequeño indicio ya me retorna a donde anduve y eso me hace tener un estremecimiento. La realidad, en todo caso, tarda en volverse real. Es decir: tardo en volver al punto de donde partí. Escindido no logro estar ni aquí ni allá. Entonces todo se vuelve un sueño conforme me adapto de nuevo al lugar y me siento obligado a recordarme allá y escribir al menos una línea sobre el viaje… 
    “El tema de los mejores libros de viajes —dice entre otras cosas Bowles— es el conflicto entre el escritor y el lugar”. Y advierte que para que eso se note en un cuaderno de viajes “…es necesario que el escritor esté bien dotado para escribir situaciones, lo que tal vez explica porqué muchos libros de viajes que no han huido de mi memoria fueron producidos por escritores expertos en el arte de la novela”. Y estoy seguro que a Paul Bowles le hubiera encantado leer Memorias del desierto (National Geographic, 2004), del escritor Ariel Dorfman (coautor de un clásico: Para leer al pato Donald), pues trata en específico sobre el desierto (“Hay dos tipos de paisaje que siempre tuvieron el poder de estimularme —anotó Bowles—: el desierto y la selva tropical”) y asume —de manera puntual— los requisitos que el escritor de Nueva York exige a un buen libro de crónicas de viajes, en un siglo ya (casi) impensable para el género.
    El libro de Dorfman es estimulante: describe su experiencia de viaje hacia el Norte de Chile, donde se encuentran las minas de salitre y nitrato. Busca, Ariel, su pasado: lo incita a hacer de el itinerario un único elemento: la verdad sobre la detención y fusilamiento de un amigo de la adolescencia y la búsqueda del antepasado de su mujer. Lo que encuentra es la reconstrucción de su pasado; y la historia política de Allende y Pinochet. Pero, sobre todo, lo vivificante emocionalmente para el propio Dorfman (y el lector), es la manera en la cual una vida se reconstruye y las historias familiares logran un vuelo de afectividades y vasos comunicantes. Su mapa es el camino: lo encontrado es el desdoblamiento del ser y un paisaje intricado, singular por lo humano. El cuaderno de Dorfman borra de un tris la mitificación de que solamente los norteamericanos son los gerentes de un periodismo impecable: un paisaje desierto, lo vuelve, con su relato, uno muy vivo y conmovedor. Un ir y venir por el sinuoso camino logra que Memorias del desierto sea un ejemplo de cómo debe escribirse una verdadera crónica…
    Cada vez que regreso de un viaje, un impulso me lleva a leer de nuevo el “Desafío a la identidad”, de Bowles; ahora que vuelvo de Memorias del desierto, de Ariel Dorfman, he sentido de nuevo la necesidad. De algún modo casi milagroso, el escritor argentino, nacionalizado chileno y que vive en Estados Unidos (en Carolina del Norte), me ha llevado en su viaje. Creo sentir, entonces, que acompaño a Ariel en su retorno de la travesía hacia su pasado.

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