El pianista enfermo

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Cuando reviso el audio de la entrevista hecha a Christian Leotta, me resulta inevitable escuchar los constantes golpes suaves y pausados de sus dedos sobre la mesa cada que respondía a mis preguntas. Está claro que necesita de sus manos, más que muchos, para expresarse: “El piano es como una enfermedad”, me dice el concertista italiano, en un español que no oculta su acento original, y “hay que tener esta enfermedad porque de otra manera no puedes hacer este trabajo inmenso todos los días de tu vida; la necesidad de tocar para estar bien”.

No es como si dijera que es un trabajo sucio que alguien debe hacer, pero sí un trabajo exquisito que pocos pueden realizar, porque está cierto que “tienes la necesidad y la pasión de comunicar tu alma a través de la música”.

Y esto lo entendería, lo sentiría mejor al verlo ejecutar el primer Concierto para piano y orquesta de Brahms, la noche del 21 de junio en el Teatro Degollado.

Brahms, a quien se le considera dentro de las tres grandes “B” o la Santa Trinidad, al lado de los genios y también alemanes Bach y Beethoven, es para Leotta “el más romántico” de todos los compositores de ese periodo musical; el emblema de ello.

Por eso, no sin un dejo de nostalgia, dice del concierto que “tiene un lugar especial en mi vida […] Es una de la piezas de mi corazón”, que tocó por primera vez con la Orquesta Sinfónica Nacional de la Radiotelevisión Italiana a los diecisiete años. Es algo común que todos los artistas tengan sus obras preferidas a las que vuelven una y otra vez, que normalmente “son las que se estudiaron desde niños y te acompañan toda la vida”. Y en este caso, además de ser una pieza que afirma amar, a la vez es “extremadamente compleja e inusitadamente larga” —casi una hora— para un concierto de piano.

Ya tan sólo mencionar las dimensiones de tiempo de esta obra estrenada en 1859, dan una idea de lo difícil que es interpretarla, y de lo intrincada que fue su concepción. Fue escrita bajo la influencia que ejerció en Brahms la locura y muerte de su gran amigo y maestro Robert Schumann, y la del supuesto amor platónico entre la esposa de éste con Brahms; así que sin duda está dedicada, en parte, a esas relaciones de amor y tragedia. Lo que se puede notar —dice Leotta— “desde la primera nota”, es que manifiesta “las fuerzas de la naturaleza”. Y aunque es obvia esa pasión en el Maestoso primer movimiento; la tristeza, de por sí embargadora del Adagio, se hace más profunda con la frase Benedictus qui venit in nomine Dei puesta a su partitura.

Pero su complejidad no termina ahí, porque en primer lugar, dice Leotta, después de la gran “herencia” que había dejado Beethoven, Brahms se devanaba los sesos buscando algo que estuviera a la altura, y desde el inicio su elaboración no fue sencilla, ya que originalmente se imaginó como una sonata para dos pianos, pero que se desechó porque la “explosión de emociones era muy grande” y no le era suficiente. Así que luego de pasar a sinfonía quedaría finalmente en el concierto actual, pero “siempre con el pensamiento en Beethoven”, por lo que el Rondo fue elaborado “ex profeso” sobre el tercer movimiento del tercer concierto del sordo maestro, en una “cita clara de la misma forma y estructura”; un homenaje. Y por otro lado, requiere de una técnica diferente —impulsándose desde los hombros— para dar una “fuerza inmensa” al piano y que pueda competir con los fortissimo de la orquesta, a pesar de que Brahms los quitó de algunas secciones orquestales, a sugerencia del director y violinista Joseph Joachim.

Frente a Leotta, que a sus treinta y tres años da giras por todo el mundo y es reconocido como un especialista en el repertorio beethoveniano; de enorme sensibilidad artística y humana, no puedo sino preguntar si cree que este tipo de música aún sigue vigente en el mundo.

La respuesta es que ante la crisis de valores y económica, “es una pena que las primeras cosas en quitarse sean las culturales, porque son las que cuestan menos, algo perverso y que crea un desastre”; y vuelve sobre lo ya sabido en la difusión artística por los medios: que se torna un círculo vicioso, que como venden menos necesitan más publicidad para subsistir y ello significa menos espacios para las vulnerables secciones de cultura.

Aquí me dice que la música formal es una “escuela de vida” porque requiere mucha honestidad y empeño, que no se puede fabricar de la noche a la mañana como lo comercial, y que es “un escándalo” que no se entienda ahora la diferencia entre el arte y el mero entretenimiento, porque no hay educación al respecto y los promotores sólo piensan en “hacer felices a todos”, programando espectáculos indiscriminadamente, que terminan “mezclados, en caos”.

Regreso a la motivación de Leotta por ser pianista, y aunque es un músico completo que soñó con ser compositor y que pudo algunas veces dirigir orquesta, me dice que si fuera niño volvería a escoger el mismo camino, porque en cierta medida compadece a “esos pobres hombres” que tratan de transmitir a los instrumentistas sus emociones, cuando él puede crear el sonido que desea sin depender de nadie y bajo su responsabilidad. Lo compruebo cuando, previo al concierto, lo veo ir de un viejo Steinway & Sons a otro más joven, palpando la sonoridad más adecuada para Brahms.

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