El duelo de Tchaikovsky

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Aunque felizmente, mi primer recuerdo del aria “Kuda kuda” es bajo la interpretación del gran Nicolai Gedda, que sin duda la cantaba de forma tan exquisita que me hizo apreciarla sobremanera, pero no deja de ser sin ello una de las piezas más hermosas del repertorio de los tenores. Ésta se encuentra al final del segundo acto de la ópera Eugene Onegin (1879) del compositor ruso Piotr Ilych Tchaikovsky, y que está basada en la novela homónima en verso de Alexander Pushkin. Por sí solo, este canto —con sus dificultades vocales, pero sobre todo con belleza lírica y melódica— puede sostener el peso de una obra de casi tres horas que ya de por sí es grande artísticamente. La nostalgia y triste reflexión de sus versos son entonados por el personaje de un poeta que sabe que los devaneos e insensateces del amor lo han puesto a vislumbrar la muerte: “¿A dónde, a dónde os habéis ido, dorados días de mi primavera? / ¿Qué me depara el mañana? / En vano trato de comprenderlo: / Todo se hunde en la completa oscuridad”.

Con esta obra el MET de Nueva York abre su reciente temporada de ópera, y que, como anteriormente, de una de sus funciones se hará la transmisión en el Teatro Diana el próximo sábado 5 de octubre al mediodía. Bajo la dirección musical de Valery Gergiev, Anna Netrebko, quien durante mucho tiempo abordó los papeles de soprano lírica, pero que a raíz del nacimiento de su hijo ha tenido que cambiar su agenda a roles más dramáticos, porque la voz “me creció tres veces más de lo normal. No es corriente, no ocurre, salvo con algunas excepciones, y bueno, pues me ha tocado a mí”, será quien caracterice a Tatyana, el personaje femenino principal. Y con ella, el tenor Piotr Beczala, como el poeta Lensky; la contralto Oksana Volkova, como la hermana de Tatyana; Mariusz Kwiecien, como el amor de Tatyana y el bajo Alexei Tanovitski, como el príncipe Gremin, con el que finalmente se casa el personaje de la Netrebko.

Para Deborah Warner, productora de este montaje, además del desempeño actoral y musical de los intérpretes fueron esenciales los vestuarios y los escenarios para resaltar el sentir y pensar de los personajes, así como de su verosimilitud. Para reflejar una sociedad rusa aburguesada del siglo XIX, un tanto displicente y superficial, y a través de la cual, tanto Pushkin como Tchaikovsky, resaltan las consecuencias morales de tal vacuidad e indolencia en el personaje de Onegin, que finalmente es arrastrado por sus propios actos, incapaz de revertir lo que ya había destruido: el amor de una mujer ingenua pero entregada, y la amistad de un compañero perdido por un capricho de falso honor. Al final, Onegin no tendrá otra cosa que su soledad y angustia; después de todo, sus cualidades sociales no le hubieran permitido proceder de otra manera.

El amigo caído es el poeta Lensky, quien siendo el enamorado de Olga comete el error de acercar a Onegin a Tatyana, a la que después de menospreciar, nada más que por diversión coquetea con Olga para provocar a su compañero. El asunto ha de terminar en un duelo del que no podrían retractarse, y sobre el que ambos tardíamente se arrepienten, pero del cual Lensky no sólo preveía las funestas consecuencias, sino la terquedad del acto, y la irresponsabilidad e inmadurez que los llevaron a ello, con unos versos ya tristes y resignados: “Al alba, / la estrella matutina esparcirá su luz, / mientras yo, quizás, descenderé / en las sombras de la tumba / y el recuerdo de un joven poeta / será borrado por el fluir del Leteo”.

En toda la ópera Tchaikovsky logra plasmar la emotividad y las ideas de la poesía de Pushkin, con una orquesta que puede sonar íntima y sobrecogedora, o dramática, o con acordes que hablan de desolación infranqueable, e incluso pomposa y grandilocuente como en la polonesa que abre el tercer acto; una festividad que sólo es la antesala de la pena ya determinada. Un conjunto delicioso y sosegado de timbres, melodías y armonías, muy marcado en las cuerdas y alientos, que en general tiene una textura oscura, pero cantabile.

“¡No importa, es el destino! / tanto si la flecha me atraviesa, / como si me evita. / ¡Todo estará bien, ya sea / para dormir o para despertar! / ¡Bendito sea el día / de la ansiedad, bendito el de la oscuridad!”, canta Lensky poco antes de su muerte, y los melancólicos violines dan paso a la contestación de un triste clarinete al que le sigue lánguidamente un oboe. “¡Dónde, dónde os habéis ido, / dorados días, / dorados días de mi primavera!”. Los contrabajos se apagan, los violines se apagan, y sólo los cornos se detienen un momento para anunciar la desgracia.

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