El diálogo como base de la convivencia

1427

No existen atajos que conduzcan a un mundo hecho a la medida de la dignidad humana, dado que es improbable que “el mundo que existe realmente”, construido cada día por gente ya despojada de su dignidad y desacostumbrada a respetar la dignidad humana de los otros, pueda construirse según esa medida.

Zygmunt Bauman

En nuestro mundo, la perfección no puede imponerse por ley: no es posible imponer la virtud y tampoco se puede convencer al mundo de que adopte una conducta virtuosa. No podemos hacer que el mundo sea amable y considerado con los seres humanos que lo habitan, ni que se adecúe a los sueños de dignidad que anhelamos. Pero hay que intentarlo.

En este contexto, tampoco podemos imponer el conocimiento en la escuela. Vayan las siguientes reflexiones a partir de un gran pensador de la antigua Grecia: Sócrates.

Sócrates significa en griego algo así como el dominio de la sana razón. El nombre de su padre, Sofronisco, diminutivo de Sofrón, se puede traducir como prudente, y su madre, supuestamente llamada Fenarete, es la que trae a la luz la virtud. Además, Sócrates nació, según se narra, en el barrio de Alópece, o sea, del zorro, ese animal taimado, embaucador e irónico. Hay demasiadas coincidencias simbólicas para no intuir detrás de esto un artificio, afirma el escritor Gregorio Luri Medrano.

La ocurrencia es disparatada, pero como diría Borges, cosas así sólo pasan en la realidad. De hecho, la conjetura de que la vida de Sócrates es fundamentalmente una construcción literaria ha sido defendida por algunos historiadores. Pero posiblemente no exista otro filósofo sobre el que se hayan dicho más cosas y más dispares, de manera que la tarea de separar en su biografía la paja del grano nos lleva inevitablemente a la conclusión de que sobre él sólo sabemos que sabemos pocas cosas con certeza.

Asevera Manuel Fraijó que el diálogo ha costado críticas a los que lo han practicado, pero es la forma de avanzar. Nos enriquece, ilumina y nos hace más humildes. Ha sido el motor de la transformación civilizatoria.

Resolver nuestros conflictos, nuestras diferencias a través de la palabra, de la argumentación, de las buenas razones. Prescindir de ella es el camino más corto hacia el fracaso. La palabra, el logos, nos es común, es un bien compartido. El lenguaje nos une, nos emparenta, nos hermana con todos los seres racionales. Se trata, además, como decía María Zambrano, de una “razón con entrañas”, una razón que no humilla la vida y que conduce directamente a la piedad.

La historia de la filosofía sabe algo de todo esto. En sus comienzos Platón, discípulo de Sócrates, confió al género “dialógico” la expresión de sus más elevados pensamientos. El pensamiento es un diálogo del alma consigo misma, escribió Platón. Sin diálogo interior, sin profundidad personal, tampoco es posible el diálogo con los demás. San Agustín lo sabía cuando insistía en que la verdad está dentro, “en el interior de la persona”. De especial trascendencia histórica continúa siendo el canto de Aristóteles a la amistad, que nace del diálogo: “Cuando los seres humanos son amigos, ninguna necesidad hay de justicia; pero, incluso siendo justos necesitan de la amistad, y parece que los justos son los más capaces de amistad”.

La verdad es que, cuando se echa un vistazo a los elogios con los que han sido obsequiados el diálogo y la amistad, uno contempla con perplejidad, casi con incredulidad, la triste historia de los desacuerdos humanos y de su plasmación en destrucción y violencia. Hegel, por ejemplo, comparó la historia de la humanidad a un “matadero”.

Pero naturalmente el diálogo y la amistad también han tenido días buenos. El filósofo Benjamin en repetidas ocasiones instó a acudir al diálogo “como técnica de acuerdo civil”. Sólo lo que él llamaba la “cultura del corazón” hace posible medios limpios de acuerdo que nos encaminan a la solución de los conflictos, los nacionales y los domésticos. Benjamin se convirtió en coleccionista de citas, pues las citas, pensaba, impiden que sólo se escuche al que más grite; la cita es recuerdo, es activación de la memoria. Quien cita hace sitio a los citados, dialoga con ellos e —algo fundamental para lograr acuerdos— introduce titubeos en el pensamiento propio.

El café, la explanada, el parque, la biblioteca… son espacios de conversación, diálogo, acuerdos y desacuerdos. Los cafés son lugares privilegiados para las citas, para el encuentro, para el juego, para la conspiración, para los debates intelectuales, las controversias académicas. En fin, la pregunta es: ¿por qué no dialogamos?

Artículo anteriorEntrega UdeG donativo a Fundación Azteca
Artículo siguienteEmilio Puig Arévalo Maestro Emérito por la UdeG