El delirio de la emperatriz

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Que si lo único que atinó a decir Juárez cuando vio el cuerpo de Maximiliano, fue que “era muy alto”; que si al ser embalsamado, como no encontraron ojos azules de vidrio en Querétaro para ponerle al cadáver, tuvieron que usar unos negros de la figura de una santa Úrsula del hospital; que si al ser fusilado en el Cerro de las Campanas, la levita se le incendió al emperador al recibir el tiro de gracia en el corazón y su cocinero se arrojó a él para evitar que se calcinara; que si partieron su corazón y los pedazos en frascos de alcohol fueron vendidos al mejor postor, junto con las barbas y el pelo; que si el primer ataúd en que fue transportado le quedaba chico y se le salían los pies; que si en la autopsia un coronel se burló del muerto y le puso por corona sus propios intestinos; que si como el primer embalsamiento no sirvió, el cuerpo se pudría y tuvieron que colgarlo de cabeza siete días en la cúpula de una capilla para drenar los rancios fluidos, ya da lo mismo, qué importa, si la muerte de Maximiliano de Habsburgo fue tan truculenta y accidentada como su intento por ser el gran monarca de México y que su emperatriz, Carlota, sobreviviera a todos esos hechos sesenta años en la locura.
No así el testimonio histórico que representa Noticias del Imperio, de Fernando del Paso, de tan patética aventura palaciega, fundamental para entender los entresijos y subterfugios de la política mexicana y su sociedad, así como sus inevitables implicaciones con el poder extranjero. Su vigencia asombra, pues muchas de las intenciones e ideologías de la época, no han sido sino matizadas por la modernidad y la democracia.
En 2012 se cumplieron 25 años de que Noticias del Imperio fuera publicada, y a propósito de ello Fernando del Paso ha dicho que tanto ha hablado de esta novela, que ya no sabría qué más agregar. El autor tiene razón, no sólo en términos metaliterarios, sino que también evidentemente se ha “vaciado” en la construcción propia de esta obra inmensa en estudio y erudición, pero que por ello mismo resultaría chocante sin la enorme capacidad narrativa que se plasmó a lo largo de los cientos de páginas y los 10 años que tomó escribirla.
Para homenajear tal esfuerzo, recientemente el Fondo de Cultura Económica ha incluido en su colección Letras Mexicanas esta novela, en edición conmemorativa en cuatro diferentes portadas, y con los prólogos de Élmer Mendoza y Hugo Gutiérrez Vega, quienes, como todos los que comentamos sobre el texto, no podemos aportar más que la fascinación y redundancia sobre lo que ya ha sido escrito.
Del Paso se enamoró de la historia oficial, de la que no luce mucho y de las leyendas para contar la tragicomedia de los nobles esposos que querían gobernar con la pompa y boato de las cortes europeas, en un país demasiado extenso, pobre, dividido y analfabeta, orgullosos de que los indios se santiguaran ante sus retratos. Y se enamoró de María Carlota de Bélgica, emperatriz de México y América.
Es ella el motor narratológico de la trama, y en quien, a través de su demencia, se vuelven aún más líricos los capítulos dedicados a sus monólogos. La verdad de los hechos, mezclada y embotada con la ensoñación y la imaginería popular, con la frustración ante el fracaso imperial casi profetizado, con el terrible rencor hacia los ineptos y los mezquinos –extranjeros y mexicanos– que promovieron y luego abandonaron a su suerte a la ingenua corte, con la tristeza de la pérdida de Maximiliano, que sin él le arrancaban su folclórico imperio, con la insatisfecha ansiedad entre las piernas, en los pechos, en la lengua, de fornicar con su Max, con su cadáver cenizo y pestilente, para ver si así puede dar marcha atrás a ese vómito cinematográfico que contempla omnisciente y con el paso del siglo desde el castillo de Bouchout, enclaustrada en su delirio.
México en 1861 estaba endeudado con Francia, Inglaterra y España, cosa que aprovechó Napoleón III para llevar a término su vieja idea de instaurar una monarquía en América, en la persona del archiduque austriaco, y con ello contener el avance político y mercantil de Estados Unidos. Los conservadores –quienes impulsaron la medida– veían en esto la oportunidad de recuperar sus viejos privilegios ligados a la Iglesia, que habían perdido gracias a sus eternos pleitos con los liberales, que tampoco lo eran del todo, y por qué no, también la posibilidad de embellecer a la moda europea el país y de depurarlo de esos indios horribles y traicioneros como Juárez, que le negaría el perdón de muerte a Maximiliano, tan solicitado por las gentes de razón internacionales. Ese fue el pretexto para iniciar el melodrama imperial, pero ya da lo mismo, pues de eso sólo quedan los recuerdos de Mamá Carlota:
“Porque soy una memoria viva y temblorosa, una memoria incendiada […] Porque yo tengo alas de águila: me las robé de una bandera mexicana. Yo tengo alas de ángel: me crecieron anoche mientras soñaba contigo, mientras te imaginaba. Porque yo no soy nada si no invento mis recuerdos. Porque tú no serás nadie, Maximiliano, si no te inventan mis sueños”.

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