El creador de gigantes

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En una imagen no mayor a media cuartilla tres monstruos ciegos y deformes se atropellan unos a otros. En las túnicas que visten los extraños seres se lee: nacionalismo, crítica parcial y la incultura de nuestros pintores. Así dibujó José Luis Cuevas su pensamiento sobre la ruptura necesaria que el arte demandaba en un país ahogado por un folclorismo ramplón y complaciente, lo que él mismo bautizó como La cortina de nopal. La caricatura está fechada en 1956, momento en el que esa transición estética de medio siglo abría con estruendo respiraderos que combatieran a la aplastante Escuela mexicanista. La muerte de José Luis Cuevas sorprende luego del silencio o secuestro —como acusan sus hijas y algunos de sus amigos— en que su ahora viuda Beatriz del Carmen Bazán lo mantuvo los últimos años. Con ochenta y tres años, Cuevas deja atrás una obra tan grande como su actitud rebelde y, para muchos, también narcisista.

Desde muy joven José Luis Cuevas supo conseguir la atención de propios y extraños y no siempre fue a través de su trabajo artístico. Su pensamiento pudo expresarse más allá de las fronteras plásticas al grado de aceptarse de forma gustosa como un polemista. Cuevas tomó como una primera bandera al aparentemente silencioso Rufino Tamayo, quien firmara su divorcio del muralismo mexicano con su autoexilio parisino. Para el joven José Luis el muralismo ya olía a viejo, además de adquirir los desagradables perfumes de lo institucional. Los murales que siguen vistiendo tantos edificios públicos representaban para Cuevas un academicismo monolítico que había dejado de crear para tomar el camino de la legitimación del discurso oficial. Había que alejarse entonces de resentidas reivindicaciones chauvinistas si de verdad se quería renovar el arte creado en México. Había que salir, que exponer el arte nacional a los vientos y pensamientos de otras latitudes. Cuevas describía a su generación como claramente cosmopolita. De acuerdo con él, los aprendizajes, así como la verdadera alimentación del pensamiento estético, se encontraban en los viajes, en la creación desde una noción internacional. Había que proyectar hacia afuera. Y mientras creadores como Manuel Felguérez y Vicente Rojo se sumaban a la Ruptura desde la abstracción, Cuevas trazaba su camino desde su añeja obsesión por los rostros y cuerpos de la locura, la miseria, el sexo y la muerte.

Seductor, amante de los reflectores y acusado de ocuparse más de la promoción de su persona que de su trabajo, Cuevas deja una vasta obra organizada en dibujos, acrílicos, gráfica y escultura, además de cartas ilustradas. Cuevas es uno de los principales representantes del neofigurativismo mexicano cuya obra está poblada por amantes siameses, gigantes de metal, personajes de mirada perdida ocupados en masturbaciones, orgías y escenas de motel; además de retratos y obsesivos autorretratos inspirados en Rembrandt o experimentos de abatidos estados anímicos.

Si para el mercado la obra de Cuevas aún no alcanza los picos que han ganado nombres como Felguérez en el ámbito internacional, el valor estético de su trabajo es otro y seguirá el camino natural de legitimación histórica a que está sujeto el arte. Por lo pronto, además del “Cuevario”, Museo José Luis Cuevas de la Ciudad de México, ahora es posible acercarse al trabajo creativo que siempre comparó con un acto erótico en el Centro Cultural Tijuana, CECUT, en donde se exponen ciento cincuenta y una obras realizadas de 2002 hasta su muerte. Cuevas se fue, el alma joven que no quiso reclutar rebeldes para una Nueva Sierra Maestra se despidió en el que alguna vez llamó “infecto bastión”, el Palacio de Bellas Artes.

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