El arte de la marginalidad

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Y yo sentí la tristeza sin asideros,
la de no haberla conocido…
Carlos Monsiváis,
en el homenaje funerario a Frida Kahlo

A Frida no se la encuentra en los libros como un personaje objetivo retratado en la fiel fotografía del recuerdo de otras épocas. A Frida no se la conoce, se la interpreta a partir de la memoria. La marginalidad de la que fue presa involuntariamente, en 1925, tras aquel cuasi fatídico accidente automovilístico que mermó su salud y su socialización de por vida, permeó sus primeros cuadros de dolor, soledad autorretratada y una técnica naciente que para los cánones de la época era percibida como infantilismo. Tal es el caso de La Adelita, Pancho Villa y Frida, 1927.

En ese momento, con 19 años de edad, la reafirmación de la desesperanza no se hace esperar cuando su primer novio, Alejandro Gómez Arias, decide abandonarla para viajar a Europa. Sin embargo, sin la experimentación de esta exclusión del mundo cotidiano,  el eje conceptual que vinculó su obra con los más selectos entornos estéticos, el interiorismo del dolor, no se habría manifestado. Ella misma lo confesaría por escrito al novio que perdió: “antes, todo era misterioso y ocultaba algo (…) ahora habito en un planeta, doloroso, transparente, como de hielo; pero que nada oculta, es como si todo lo hubiera aprendido en segundos, de una vez”.

Así, alejada de su vida anterior, fue sumergiéndose en los más acérrimos círculos comunistas de un México en efervescencia social y política, pues tras el accidente dedicó la mayor parte de su tiempo a la lectura de la literatura vanguardista y los escritos revolucionarios de Marx y Engels. Al mismo tiempo, la influencia de su padre, el fotógrafo Guillermo Kahlo, de origen austro-húngaro, firme opositor al naciente nazismo, la colocó irremisiblemente en un punto de confluencia entre la política y el arte. En ese entorno conocerá a quien se convertiría en su marido y uno de sus principales sustentos (económico y anímico) en la actividad pictórica, Diego Rivera.

La patente paradoja entre la burguesía y los preceptos comunistas se sintetizaron en el estilo de vida de la pareja, que hicieron de sus casas (la casa azul de Frida y la casa rosa de Diego) un lujoso  santuario del arte, al mismo tiempo que un punto de reunión en el que desfilaron artistas, intelectuales y políticos, entre los que se encontraban André Breton, Trotsky, Picasso, Duchamp, Álvarez Bravo, e incluso el propio expresidente Lázaro Cárdenas. Algunas de sus obras son producto de ese intercambio de ideas y de su relación con Rivera: Frida y Diego Rivera, 1931; Autorretrato en la frontera entre México y los Estados Unidos, 1932; Allá cuelga mi Vestido, 1933.

Sin embargo, en el ir y venir de las numerosas infidelidades de este matrimonio, una de ellas logró separar emocional y físicamente a la pareja, hasta llevarlos al divorcio en 1939: la relación que Diego sostuvo con Cristina Kahlo, la más querida hermana de Frida. La decepción y enojo que este hecho suscitó en su genio artístico la impulsó a pintar con un estilo que se independizaba del gusto de Rivera, una cantidad de obras que superaban en número a toda su producción hasta ese momento. Entre 1937 y 1939 pinta Autorretrato dedicado a León Trotsky, 1938; Las dos Fridas, 1939; Autorretrato con pelo corto, 1939, entre otros.

Tras una accidentada reconciliación, la pareja decide matrimoniarse nuevamente en 1940, momento a partir del cual su relación se presentaba más pacífica, más armónica. En torno a esa fecha y hasta el fin de su vida, Frida reafirma su apego al arte popular decorativo y establece cada vez con más ahínco su crítica al alto arte que históricamente había ponderado la preponderancia masculina y los artificios de la clase alta. Paradójicamente, a la ahora obra surrealista popular y feminista de esta etapa de su vida, se la coloca en los libros de historia del arte como un puente entra la alta cultura y la cultura popular: La columna rota, 1944; Autorretrato con mono, 1945; Árbol de la esperanza, 1946; Retrato de mi padre, 1951.

Su muerte, el 13 de julio de 1954, no sólo fue experimentada como un duelo personal por la comunidad que la rodeaba, sino como la despedida de una época de experimentación y efervescencia estética, política e ideológica. Así, la figura de Kahlo se convirtió súbitamente en una obra en sí misma, con sus autorretratos como múltiples caras pertenecientes a un personaje ya legendario.

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