Bailar sobre navajas

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Cascadas de luz enmarcaban la figura de Joaquín Cortés en el escenario. La fuerza eléctrica de ese resplandor se estrellaba en el mismo punto: los vibrantes pies del bailarín. Lejos quedó la intimidad que produce un tablao, el golpe de las palmas y de los tacones que se repite en el pecho de quienes abajo observan y se dejan tocar. El de Cortés es un espectáculo contemporáneo en todos los sentidos. Pensado para grandes audiencias, la recuperación de los 20 años de carrera de este bailaor andaluz, se manifiestan en Calé (que en lengua gitana o romaní quiere decir “gitano”).
El Auditorio Telmex recibió a miles de mujeres que no esperaban la pureza de baile alguno, sólo complacerse con la presencia de un bailarín consolidado, un hombre que con la elegancia y la fuerza de sus movimientos, demostró el dominio de su cuerpo estilizado y el genio de transformar el flamenco con la inclusión de otros lenguajes.

Tocar la tierra
Dramático en esencia, el flamenco es definitivamente un baile de carácter. Señalado por algunos puristas, el arte de Cortés si bien parte de la tradición gitana, desde sus inicios se nutrió con otras formas expresivas. Algunas de ellas las encontró en El Ballet Nacional de España, compañía en la que participó desde su adolescencia, otras son consecuencia de una búsqueda personal. El resultado es un Cortés rotundo. A sus 40 años, el bailaor concentra mucha raza y gran maestría en la ejecución e interpretación de la música primigenia, aquella que se consigue cuando se toca la tierra. Cortés hace palmas, percute su pecho, sus muslos y luego remata tocando violentamente el tablao con una de sus manos.
En el escenario, diez músicos y seis voces acogen las coreografías de Joaquín Cortés. Gritos y quejas, el cante jondo y las palmas provocaban al bailaor, los cantaores se adelantaban enlutados y Cortés contestaba enérgico con la voz de su taconeo. El temperamento encendido y la fantasía de sus ejecuciones intensificaron las emociones de la audiencia. El bailarín parecía suspendido en minúsculos y repetidos movimientos. El ostinatto de su taconeo lo elevaba de la madera que no dejaba de sonar, mientras miles de mujeres le gritaban piropos desde todas las localidades.
Tradicionales alegrías, soleas, tangos, jaleos y bulerías movieron el escenario. El sonido folclórico del flamenco se escuchaba detrás del violín. El acompañamiento musical también incluye metales que resultan extraños y ajenos al ambiente andaluz. El viaje de fantasía que caracteriza el trabajo de Cortés se intensifica, curiosamente, cuando él no aparece. Uno de los momentos más extraordinarios del espectáculo ocurre cuando las ocho mujeres que acompañan al bailaor aparecen en el suelo del escenario convertidas en sirenas. Las bailarinas extienden y contraen su extraña falda al momento en que las luces hacen más denso el ambiente azulado. El torso desnudo se arquea en cada acuática respiración hasta que el sonido del violín las enferma y salen desmayadas del escenario.
Mira, mira, mírame
Cibayi, Live, De amor y Odio, Mi Soledad y Pasión Gitana son los diferentes espectáculos que recupera Calé. Se incluye además un Réquiem dedicado a la madre de Cortés, quien falleciera en 2008. Una luz cenital muestra al bailaor atado a una silla. Un corte de navaja hace de la luz un cuadro perfecto. Él se libera para quejarse golpeando el suelo con su danza. Baila, demuestra de pie el golpe del luto. Tres mujeres le cantan. Cortés se empequeñece, se enconcha como un feto y ellas se acercan. Al fondo en la pantalla aparece el retrato de su madre. La proyección de los trozos de cristal que estrellan la gran imagen de la mujer atraviesan el escenario con sus reflejos. Las cantaoras convertidas en plañideras comparten el duelo, cobijan su pena. Cortés se abraza a la falda de una de ellas y así se queda, congelado dentro del abrigo femenino.
El público no se fija mucho en qué es lo que ocurre en el escenario, sólo se recrean con la fuerza de un cuerpo iluminado. El gozo consiste en ver a Joaquín Cortés, en celebrar su baile, su belleza. El espectáculo consigue ser suficientemente vistoso, efectista y provocador. El bailaor comanda un equipo de 50 personas que viajan con él por todo el mundo y en cada plaza, las mujeres abarrotan los espacios y no paran de gritar. Mira, mira, mírame repite la bulería con la que los cantaores animan al bailaor. Los brazos de Cortés se elevan, sus dedos se doblan, se extienden, sus piernas suben, se contraen, se mueven veloces. Cortés evidencia el placer de saberse visto y deseado. Mira, mira, mírame, cantan bajito todas las mujeres que aplauden y no desprenden la mirada del bailarín. En la pantalla la luna llena mengua, se parte, cae al agua. Cortés sigue percutiendo con sus plantas el tablao, con sus manos su pecho, la ligereza de sus hombros. Bailarinas y cantaoras dejan el escenario, los hombres se quedan con la música y el baile. El espacio se convierte en un ruedo y la presencia de Cortés inicia la fiesta brava. Nadie intenta explicarse si lo que se ve y lo que se escucha guarda la tradición del flamenco, basta sentir que las raíces están aunque el fruto sabe distinto.

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