Aulas nuestras de cada día

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Para el capitalismo, el mundo no es más que un enorme objeto para su apetito: una gran mamadera, una gran manzana, un pecho opulento. El hombre se ha convertido en lactante eternamente expectante y eternamente frustrado.

Erich Fromm

Sin lugar a dudas el aula es un sistema complejo de relaciones e intercambios, en el que la información surge de múltiples fuentes y fluye en diversas direcciones. Hoy nos encontramos con un exceso de discursos y una pobreza de prácticas: situar a los profesores en el primer plano, en el centro de los procesos sociales y económicos: “los profesores son los profesionales más relevantes de la sociedad del futuro”, “los profesores tienen que regresar al centro de las estrategias culturales”, “los profesores están en el corazón de los cambios”… discursos de la sociedad cognitiva de este siglo y milenio. Sin embargo, las grandes palabras sirven para ocultar intereses concretos: se consolida un mercado de la formación, al mismo tiempo que se va perdiendo el sentido de la reflexión experiencial de compartir los saberes profesionales.

La educación debe potenciar la razón y por tanto tenemos que aprender a rebelarnos contra la sinrazón, es decir, las personas racionales no lo son sólo porque se compartan racionalmente, sino porque luchan por vivir en una sociedad racional y razonable, porque luchan porque no predominen los dogmas irracionales, las supersticiones, los fanatismos, aquello que va contra la razón. De modo que la razón es una muestra de convivencia, pero también una fuente de disidencia y de rebelión, como señala Fernando Savater.

Julio Rogero señala que es un placer educar; que las credenciales del maestro son el ejercicio de la razón crítica y un firme compromiso ético y afectivo con el alumnado y la colectividad. Comparte convicciones, proyectos e inseguridades; disfruta educando, y no suscribe la cultura de la queja y el victimismo tan extendida entre el profesorado y que según él transmite una imagen falsa de la profesión docente y no conduce a ninguna parte. Sólo será posible mejorar nuestra imagen cuando recuperemos nuestra estima como educadores.

Hay que salir de la cultura de la queja, hay que empezar a decir que lo que hacemos vale la pena, porque disfrutamos con ello, no porque sufrimos. Nuestra labor docente implica una satisfacción, un crecimiento personal y en eso el pensamiento freudiano es clave: el reconocerse y el experimentarse.

No por adelantar los relojes el futuro llega más pronto. Pienso que la educación requiere serenidad y una paciencia casi infinita para saber encontrar y fomentar las grandes capacidades que poseen todos y cada uno de los alumnos (la paciencia es un instrumento pedagógico fundamental).

Es indispensable hacer de las preparatorias, comunidades de diálogo, de convivencia, investigación, aprendizaje. Tarea central es educar a ciudadanos que piensen y sientan. El aula debe ser un espacio donde los alumnos aprenden a dialogar, a establecer la convivencia y la toma de decisiones escuchando a los demás.

El alumno debe ser el centro de todas las miradas educadoras. Las recompensas psíquicas de la enseñanza: las alegrías y satisfacciones que se derivan de atender a los alumnos y trabajar con ellos, son fundamentales para el mantenimiento del sentido del yo y para otorgar valía y dignidad al propio trabajo docente.

La comprensión es el motor del aprendizaje. Se produce entonces como el desvelamiento de lo oculto, como emprender un viaje cuyo único camino es enigmático. La formación es llegar a un punto que no se conoce. Aprender sólo es posible desde lo oculto, desde lo desconocido: “para llegar al punto que no conoces, debes tomar el camino que no conoces”, decía San Juan de la Cruz.

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