Y llegarás al paraíso

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En algún lugar del cielo hay un jardín con majestuosos follajes y las más jugosas ofrendas, con formas de higos, peras y nísperos de los más dulces. Se percibe una melodía que armoniza hasta el viento. Hay animales –sólo los más nobles– que rondan entre arbustos tupidos de flores que resaltan entre destellos de luz. Un río cristalino fluye y acoge a coloridas criaturas que aletean graciosas. Nada superfluo: solo existe paz y felicidad eterna.
No es fácil llegar a ese Jardín del Edén descrito en el Génesis. Para llegar al gozo y la dicha eterna hay que desprenderse de toda materia, porque solo el alma tiene derecho a entrar. Hay que morir para alcanzar la plenitud. La promesa de ese paraíso etéreo y eterno es uno de los fundamentos de muchas religiones.
Explica el maestro en filosofía, especialista en religiones y catedrático en el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, de la Universidad de Guadalajara, Fabián Acosta, que distintas culturas del mundo han manifestado, a través de su fe, la existencia de esa plenitud celestial que inicia cuando termina la vida. Es su manera de comprender el universo.
Dante Alighieri delineó en La divina comedia al paraíso como una inmensa rosa compuesta de pétalos de almas y cantos angelicales, y en el centro estaba Dios como un punto luminoso: “En forma, pues, de cándida rosa / se mostraba la milicia santa / que en su sangre Cristo la hizo esposa”. En la mitología griega, La iliada y La odisea describen a los campos elíseos o islas de los bienaventurados como lugares llenos de paisajes floridos donde descansan eternamente felices las almas de los guerreros heroicos.
En la cultura musulmana, El Corán ofrece descripciones detalladas del jardín eterno, que es “tan amplio como el cielo y la tierra y en cuyas tierras bajas fluyen riachuelos”, en donde hay “árboles sin pinchos que dan sombra”, con “frutas que cuelgan a ras de suelo” y en el que “habrá buenas [mujeres], bellas, huríes retiradas en los pabellones, no tocadas por hombre ni genio”.
En el Libro de los muertos de los egipcios se lee que “la muerte era facultadora de la trascendencia, por lo que le daba significado a la vida”, explicó el investigador. Al igual que el Bar do todol, en el Tíbet, que “le muestra al alma una serie de rituales para que finalmente logre remontar del inframundo, y cuando lo consigue, se encuentra a un montón de parejas copulando y elige en qué útero reencarnar. Sin embargo, las que han alcanzado el conocimiento y que resisten esa última tentación, se elevan hacia la liberación última: el nirvana, que aunque no es el paraíso, es una unión plena con el ser”.
Las religiones o filosofías mantienen arquetipos elementales como una respuesta a las no respuestas: la creación y la muerte. Continuó el investigador mencionando que las explicaciones van desde la adopción del principio hermético universal de causa y efecto, aplicado a las decisiones tomadas en la vida y que será un reflejo de lo que ocurra después de la misma, hasta la fiel creencia en un mundo divino y trascendental.
La vida es sólo el tránsito hacia la muerte, y la muerte la puerta hacia la plenitud, pero esa plenitud es condicional: si las personas cumplieron las normas que rigen la fe que se profesa habrá dicha eterna, de lo contrario, el alma estará condenada al sufrimiento, también eterno, y que generalmente tiene lugar bajo la tierra, el punto opuesto al paraíso.
Estas son algunas de las coincidencias desde las civilizaciones precristianas en el cercano Oriente, hasta las religiones contemporáneas en América, surgidas de la mezcla de las creencias prehispánicas y las manifestaciones impuestas por la religión castiza.
Un ejemplo es la Santa Muerte, comentó el maestro Acosta: “No es extraño que se asocie a la representación de la muerte con la guadaña, que es con lo que se siega el campo, se trilla en los solares, para extraer el trigo y puedan volver a ser cultivados”, que constituye una alegoría del renacer.
La mística de los mayas manifiesta esos arquetipos universales en su libro sagrado Popol Vuh, que describe tres destinos diferentes para los muertos: el inframundo, llamado Xibalbá, donde el alma desciende hacia el subsuelo; un paraíso medio en uno de los cielos, en el que corre leche y miel, y la tercera morada está en el cielo séptimo, el más alto, al que van los que han pasado una temporada en el inframundo: los fallecidos en la guerra y las mujeres que murieron durante el parto.
El pueblo mexica tuvo un sentido de la muerte y la religiosidad muy acendrado. “Para ellos la manera de morir determinaba tu reaparición en las esferas trascendentes o supramundanas. Para ellos era importante morir combatiendo o en las piedras de sacrificio. Eso garantizaba que tu alma sería acogida por los dioses”.
Las semejanzas en la percepción de lo místico, comenta el maestro que podrían tener una explicación en otro de los principios universales: la renovación, tocar fondo para resurgir como el ave fénix. “Si no hubiera muerte, habría una saturación ontológica, se llenaría el mundo de seres inmortales y esto impediría al ciclo cósmico recontinuar. Para que el campo pueda volver a ser cultivado se tiene que segar”.

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