Viajera de sí misma

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Después de tomarse 50 pastillas de Seconal, el 25 de septiembre de 1972, Alejandra Pizarnik fue hacia el pizarrón de la pared y con una tiza dio a luz un último poema: “escrito / en / el / crepúsculo / no quiero ir / nada más / que hasta el fondo / oh vida / oh lenguaje / oh Isidoro”. Y emprendió una nueva ausencia, la más honda, la más larga.
Su tragedia, sin embargo, no reside en el suicidio; darse muerte fue otra de sus formas de vivir, aunque esta vez con la consecuencia más cara. Alejandra había adquirido muchos años antes, en la habitación del lenguaje, el compromiso diario de nacer y morir: “la pequeña viajera / moría explicando su muerte”.
Flora Pizarnik creció bajo el conflicto de las lenguas (ruso, castellano y yídish) y recibió una educación liberal, considerando los tiempos que corrían. Se matriculó en las escuelas de Filosofía y Periodismo, fue alumna del pintor Juan Batlle Planas y desembocó en la vocación literaria influida por Juan-Jacobo Bajarlía. Sabía que dentro suyo habitaba una voz.
En 1955, gracias al apoyo paterno publicó su primer libro, La tierra más ajena, en el que se vislumbra una especie de cansancio y ansias de “ser masa lingüística” que no abandonarán su obra posterior. Publicó La última inocencia (1956) y Las aventuras perdidas (1958), antes de emigrar a París, donde vivió de 1960 a 1964 y entabló amistad, entre otros artistas, con Julio Cortázar y Octavio Paz, premio Nobel mexicano, quien en el prólogo a Árbol de Diana (1962) destaca su “cristalización verbal por amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad sometida a las más altas temperaturas”.
Vendrían después Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) y El infierno musical (1971), que registran la progresiva condensación de su esencia poética convertida en “Espacio. Silencio ardiente”. Lejana al sentimentalismo, Pizarnik se ocupó de expresar el lenguaje universal del vacío, de los golpes de eternidad.
Otro de sus rasgos distintivos, acorde más con la tradición europea que con la latinoamericana, son los diarios que llevó desde 1954 hasta 1972, en los que vierte sin filtro ajeno ciertas anécdotas, viajes, relaciones, pero sobre todo las huellas de la angustia que lo mismo nutrieron que minaron su existencia: “Soy yo que me busco donde no estoy […] Lo único continuo en mí es mi deseo de esta imposible continuidad […] ¿Y qué se toca cuando se toca fondo? Se toca fondo, eso es lo malo de la extremada intensidad, de la profundidad”.
Leerla es reencontrarnos con el desasosiego de Pessoa al describir los “abatimientos del alma más allá de toda angustia y de todo dolor […] una especie de preneurosis de lo que seré cuando ya no sea me hiela cuerpo y alma. Algo como un recuerdo de mi muerte futura me estremece desde dentro”. Muerte futura que quizá rememoraba Pizarnik cuando escribió: “he nacido tanto / y doblemente sufrido / en la memoria de aquí y de allá”.
En su ensayo La condesa sangrienta, Pizarnik reflexiona en torno a la novela de Valentine Penrose, basada a su vez en la vida de la condesa Erzsébet Báthory, torturadora y asesina de más de 600 mujeres en el siglo XVI, historia que retoma Pizarnik para contemplar otra faceta de la muerte: el placer de matar: “Ella no sintió miedo, no tembló nunca. Entonces, ninguna compasión ni emoción por ella. Sólo un quedar en suspenso en el exceso del horror, una fascinación por un vestido blanco que se vuelve rojo, por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una belleza inaceptable […] Ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible”.
En el límite de la libertad está la parálisis: “Lo que se ve, lo que se va, es indecible. / Las palabras cierran todas las puertas”. Hace 40 años que a Pizarnik le resultó imposible vivir, pero “¿cómo ha de morir la Muerte?”. Ahora que llegó a lo profundo, será imposible que Alejandra pueda morir.

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