Universidad y sustentabilidad: entre el tedio de la inercia y la seducción de la promesa

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Desde hace décadas el sueño de las universidades lo sueñan otros: es un espejismo impuesto. Esto no es tan perceptible, porque las universidades se mueven con vértigo y urgencia: modifican estructuras, reelaboran reglamentos, ajustan contenidos, renuevan enfoques pedagógicos, capacitan profesores, innovan líneas de investigación, crean programas de calidad, construyen edificios, y reaizan un intenso activismo que rellena los informes burocráticos de las autoridades mayores.
Sin embargo, no hay que ser melómano para ubicar que la batucada no parece propia, que está marcada por la búsqueda de novedades ajenas y por un concepto impuesto de globalización. Por ejemplo, el Conacyt y el Sistema Nacional de Investigadores se han ido convirtiendo en las boutiques desde las que se impone una moda diseñada para otros aparadores. A los investigadores de todas las universidades les exigen resultados de investigación, pero, detalle menor, hay un ínfimo presupuesto para investigar; entonces despliegan la cascada de la simulación.
Hay, además, como lo señala Hinkelammert (2005), una estrategia mundial, un engranaje gigantesco que ha perdido el sentido de la vida. Esta maquinaria, encabezada por el Banco Mundial, hace esfuerzos por comprimir el amplio concepto de la educación a procesos de producción de capital humano. A las universidades les demanda que dejen de ser fuente de cultura crítica y de respuestas que resquebrajen los esquemas; les exigen que se conviertan, rápido y en silencio, en una fábrica eficiente de medios de producción, que es el papel al que remiten a los egresados.
En los reajustes del capital internacional, el humano ha pasado a ser sólo un factor en la aplastante esfera de la productividad. Los centros universitarios son hoy, como nunca antes, pasarelas exclusivas para que desfilen los demonios del pragmatismo y de la competencia caníbal; donde cada vez hay menos cabida para el fortalecimiento de las identidades culturales y de las posiciones ideológicas y políticas y más espacio para toneladas de información estéril.
Si el mercado dice que quiere egresados competentes en su ramo y dóciles en su comportamiento, las universidades obedecen imponiendo un modelo de educación “dura”, es decir, disciplinaria y preocupada por las competencias técnicas. Esto no sería tan malo si paralelamente no se subvalorara a la educación que incluye a los sentimientos, al espíritu y a la crítica como pilares formativos. A esta educación se le desprecia hasta en el nombre, pues le llaman “blanda o íntima”. Por ello Cioran (2001:33) afirmaba que la universidad es un peligro: el territorio de la muerte del espíritu.
Hoy hemos permitido que la belleza, la verdad, el amor, la solidaridad, las emociones no sean contrapeso alguno en los tiempos que corren a favor de la excelencia, la calidad, el éxito, la competitividad, el liderazgo, palabrejas que dibujan la somnífera utopía de los tecnócratas, que en el fondo no son más que una burda invitación a ser parte del juego del prestigio frívolo, del lucro y del poder.
“Las universidades hacen ciencia, no telenovelas”, afirman cuando alguien se atreve a decir que dentro del aula el estudiante no es sólo un cerebro acomodado en una silla. Por eso hay que aclarar que no se trata de convertir a los salones de clase en espacios para un sentimentalismo abaratado o para una sensiblería obscena, como la que muestran, por ejemplo, los medios de comunicación y sus lamentables y falsos llamados a defender lo que más han ofendido: la libertad de expresión.
En materia de investigación, en su libro El planeta americano, Vicente Verdú (2006) muestra cómo el modelo de las universidades de Estados Unidos es ahora el referente internacional más influyente, en el que predomina el pragmatismo, la tecnología, la disciplina, las conquistas inequívocas, el descubrimiento tangible. Y en contraste desprecian la erudición, el juego de las ideas, la especulación teórica, la crítica social, la inclinación por la alta cultura, por el compromiso político, que caracterizaron a la universidad europea. En América latina nos parecemos al viejo chiste: no sabemos hacer lo primero y lo segundo ya se nos olvidó.
La racionalidad económica imperante engendra su perfil deseable de universidad. La tecnología es la fuente de imaginación y el dinero el faro y el sentido de unidad. De hecho, las universidades representan hoy, salvo islas de excepción, la racionalidad formal, cognitiva y pragmática, que ha impulsado el deterioro ambiental.
Las universidades se mueven en una realidad, como señala Lipovetsky (2006: 50), en la que la inanición política y los estertores de los movimientos solidarios, “hoy adquieren proporciones jamás alcanzadas, la esperanza revolucionaria y la protesta estudiantil han desaparecido, se agota la contra-cultura, raras son las causas capaces de galvanizar a largo término las energías”.
No podemos eludir como universitarios parte de esta culpa, pues las comunidades dedicadas a la educación superior estamos cada vez más fragmentadas; hemos perdido combatividad para pensar libremente y con frecuencia cedemos ante la sofisticada manipulación del poder externo. Así, caemos en el engaño, y decidimos que la principal preocupación es egresar profesionales competitivos. Se nos olvida, por conveniencia o comodidad, que lo importante es más complejo: ser espacio de confluencia para la crítica y la construcción de salidas en un mundo agobiante.

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