Una visión en Rojo

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La figura del editor, a quien le interesaba la literatura, sobreponiendo su ambición de comerciante, está literalmente perdida; en la actualidad no es la escritura su interés, no es el rescate de obras cuyo pensamiento permita la evolución social, no es la poesía de este o aquel poeta esencial, ni mucho menos las buenas historias. La nueva figura del editor se ha modificado sobremanera y no encontramos a uno en verdad honesto y noble, pues a pocos les interesa en verdad la cultura ni la sociedad, ni el trabajo de autores (cualquiera que sea el área del saber humano en el cual se desarrolle), en cuyas manos está un manuscrito que, por su relevancia, es perentorio colocar en ese objeto maravilloso que es el libro, para hacerlo circular entre los pocos, poquísimos lectores que ya quedan. Ahora lo que priva es el desquiciado comercio y la codicia, no la apuesta por una obra y sus contenidos.
Es verdad, por otra parte, que los costos de edición se han elevado y su gasto requiere ser recobrado, ya que es una inversión que, en todo caso, resulta complicado recuperar de inmediato. No obstante, las nuevas formas actuales y procederes infames, todavía hay ejemplos en contra de los mercenarios de pobres y nefandos propósitos.
A su arribo a México, en el año de 1949 —contaba diecisiete años de edad—, el futuro artista Vicente Rojo, funda, junto a José Azorín y a los hermanos de Neus Espresate, la editorial Era, cuya historia está ligada a la propia evolución del artista llegado de Barcelona, al desarrollo de la cultura mexicana y, además, mantiene una referencia de contraposición a la España franquista, que había echado a la familia Rojo con los disturbios de la Guerra Civil.

La vida en Rojo
El joven Vicente llegó a México, en 1949. Había nacido en Barcelona en 1932, donde realizó sus primeros estudios de dibujo, cerámica y escultura en la Escuela Elemental del Trabajo. Lo primero que le deslumbró de este país —diría mucho después— “fue su luz, su sol y su aire de libertad; yo tenía apenas diecisiete años cuando llegué y venía arrastrando toda la oscuridad y la crueldad que una guerra civil encarna, así que desde el primer momento en que pisé México me enamoró y lo sigue haciendo hasta ahora”.
Su familia, que había llegado una década antes, se había establecido de manera rotunda en su vida como refugiados en nuestro país. Lo mismo le ocurrió a Vicente Rojo, pues de inmediato se integró a la vida cultural y emprendió una obra dentro de la pintura y la escultura, y un proyecto editorial que hace poco cumplió sus primeros cincuenta años de labor.
La editorial Era ha sido fundamental. Creada al comienzo de los años sesenta, respondió siempre a las necesidades que el país exigía, y permitió el espacio a las nuevas voces no solamente mexicanas, pues desde siempre la vocación de esta editorial fue editar lo verdaderamente valioso y necesario para el entendimiento del nuevo orden del mundo. De tal suerte que en su fondo editorial se publicaron obras de autores hoy fundamentales en las letras universales.
Su catálogo cuenta con verdaderas joyas literarias de un primerísmo orden, entre las cuales, como muestras están —haciendo un resumen elemental—: Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, las Obras completas, de José Revueltas, La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, Días de guardar, de Carlos Monsiváis, El salvaje en el espejo, de Roger Bartra, La oveja negra y demás fábulas, de Augusto Monterroso, El lobo, el bosque y el hombre nuevo, de Senel Paz, El tañido de la flauta, de Sergio Pitol; y donde nombres como José Lezama Lima, Julio Cortázar, Friedrich Katz, Adolfo Gilly, Efraín Huerta, Juan Gelman, Eliot Weinberger, Vicente Leñero, Remedios Varo, Juan Villoro, Gramsci, Gyí¶rgy Lukács, Carlos Fuentes, Pablo González Casanova, Fernando Benítez, Federico Campbell, Ricardo Yáñez, Octavio Paz… son ya cotidianos en la lista de obras ofrecidas en ese proyecto editorial que desde hace poco se distribuye no solamente en México, sino en varios países de Hispanoamérica.
En medio siglo de existencia, innumerables son los nombres de los autores y las obras que se albergan en su fondo de más de trescientos títulos. Era fue la visión de un hombre que acaba de cumplir ochenta años y permanece constante en la labor iniciada como artista plástico, y diseñador en el Instituto Nacional de Bellas Artes, de la Revista de la Universidad de México y el suplemento “La Cultura en México”, de la revista Siempre, y en La jornada en los años setenta; espacios donde se le permitió alzar el vuelo y luego fincar un sólido prestigio, que dura lo que su vida…

Rojo y su ruptura
Lola ílvarez Bravo nos dejó una imagen de Vicente Rojo concentrado en la lectura: entra una tierna luz de una ventana que ilumina su torso y el lado derecho de su rostro. Viste un suéter (quizá rojo) y delata una posible fecha: años sesenta. Luce una poblada barba permanecida hasta ahora en el rostro del artista.
A sus espaldas un librero donde destaca un grueso volumen que en su lomo mantiene impreso el nombre de Francis Bacon. Al parecer, por la elección del espacio, uno de sus pintores favoritos. Al lado del libro de Bacon se miran dos volúmenes sobre el movimiento dadaísta: probablemente ese movimiento y el arte de Bacon dieron las armas a Rojo para convertirse en uno de los artistas plásticos que fueron hacia el rompimiento de lo establecido, para que él, junto a José Luis Cuevas, Francisco Toledo y Alberto Gironella, Lilia Carrillo, Felguérez y Fernando García Ponce, rompieran con los cánones establecidos por Orozco, Siqueiros y Rivera en el movimiento muralista, y así crear nuevas formas en el desarrollo de la estética de la plástica nacional, hasta convertirse, junto a sus compañeros, en la llamada Generación de la Ruptura.
Octavio Paz describe, en dos frases, el trabajo de Vicente Rojo, a manera de visión aforística: “Riguroso como un geómetra y sensible como un poeta”; “Precisión e invención, ingeniería sonámbula”: fue Salvador Elizondo quien en verdad profundizó en su trabajo, y le dedicó un ensayo a su pintura en su libro Cuaderno de escritura: “Todo lo que atañe —dice en alguna parte del texto— a la sensibilidad está dado en el cuadro como si absolutamente todo en él fuera inconmensurable. No hay formulación de juicios, sino articulación de una forma pictórica perfecta y pura; una forma pictórica que figura no en conjunto de formas aisladas o en sí, sino la relación posible y necesaria que existe en ellas en la mente. Colman, así, de antemano el ámbito en el que nuestra propia investigación las hubiera querido encerrar para conocerlas antes de mirarlas…”.
Artista de lo abstracto, su labor ha derivado en el campo de la escultura, donde encontramos una coherencia de pensamiento y de rigor absoluto. Diverso, ha aportado también nuevos elementos en el campo del diseño, mostrados a plenitud en su libro Diseño gráfico, en donde se encuentran cuarenta años de labor realizada con discreción y es ya una forma de prontuario sobre la materia.
“Hoy, en el variado panorama del diseño gráfico, de la industria editorial y de la difusión cultural —lo definió alguna vez Carlos Monsiváis—, Vicente Rojo ocupa un sitio especial. Es el precursor, y es el continuador, y es el renovador. El gusto esencial, el tacto y el rigor en la aplicación del estilo, son características personales que él ha convertido en aportaciones a nuestro desarrollo cultural”.
Al celebrar al artista nacido en Barcelona y naturalizado mexicano desde hace un largo tiempo, en algunos recintos de la Ciudad de México se llevan a cabo exposiciones de sus trabajos escultóricos, pictóricos y editoriales, debemos recordar que fue Vicente Rojo quien diseñó la famosa portada de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez y de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. En Era publicó por vez primera El coronel no tiene quien le escriba y el poemario de José Emilio Pacheco, Los elementos del fuego, en los años sesenta, cuando ninguno de los dos eran celebridades, pero a Rojo le pareció indispensable hacerlo, apostar por ellos, hechos que son lecciones para los obtusos editores de la actualidad —de aquí y de todas partes.

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