Una novela de detectives a la mexicana

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Filiberto García protagoniza El complot mongol, novela de Rafael Bernal publicada en 1969 y ya un clásico de la literatura mexicana. Inmerso en un caso que involucra a seis países: Estados Unidos, Rusia, Cuba, la China comunista, Mongolia y México, García es un detective de los de antes: de ésos que están hechos para tirar bala y después hacer confesar al muerto. A punta de pistola establece la relación entre la ley y la verdad para lo cual sólo obedece órdenes: “Usted sólo sirve para hacer muertos, muertos pinches”.

El móvil que desata la acción en El complot mongol es la presencia del presidente de Estados Unidos en México, en visita diplomática y a quien, según informes, planean asesinar. García, por consiguiente, ha de dar con quienes planean cazarlo. En ese viaje lleno de intrigas y muertos traba amistad (por conveniencia mutua) con un gringo, un ruso y se enamora de una china, Martita; las mujeres son el punto débil de García, y tal debilidad podría echar por la borda su trabajo y ser él, entonces, el muerto pinche.

Como quiera que funcione la novela, o el que Filiberto sea una especie de asesino a sueldo, yo estoy de parte de él. Porque me cae bien. Que sea uno afín con el protagonista de una novela es ya un mérito de no cortas dimensiones. Además, estoy de parte de Filiberto porque, como escribe Juan José Arreola en Prosodia, “donde quiera que haya un duelo estaré de parte del que cae. Ya se trate de héroes o rufianes”. Y yo estoy de parte de Filiberto porque es un héroe que cae, pero también un rufián, un detective policiaco, un antihéroe, un gañán y un anti-amoroso, un tipo versión Cobra solo que con gafas negras, zapatos de resorte, gabardina y palillo entre los dientes, y que no fuma como los personajes de Jim Jarmusch.

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