Una horda de «cachondos»

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Tony está contando el dinero cuando me acerco a platicar con él. Y no parece importarle ni menos le distrae que le haga preguntas mientras sigue barajando los billetes ganados en el show recién terminado, y del que además de animador es obvia su función de “caimán”. Los de 20 pesos son las propinas de quienes desde atrás de la barrera del escenario estiraban las manos para sobarles las tetas a las actrices porno. Si a alguna chica le daba la gana o recibía más dinero, acercaba mucho las nalgas a la feliz audiencia e incluso se levantaba la tanga para mostrar su sexo rasurado. Los de 50, por la foto de repegón arriba del escenario, y los de 100, los más codiciados, por “filmar” con la cámara del celular tres escenas en las que las dispuestas nenas se frotan durante unos minutos con los bienaventurados, en tres posturas sobre un sillón rojo de marca Kamasutra. Estoy en la Expo Sex & Enterteiment en Guadalajara 2012 y, como muchos, es mi primera vez.
Hace varios días que estuve en ese circo sexual, pero ahora me siento a escribir, a reconstruir las acciones. El olor a vagina entre mis uñas me hace pensar que es buen momento para desencadenar el recuerdo. Creo que Marcel Proust remojando un panecillo en té puede ser tan obsceno como se quiera ver. Tan a tono con los juguetes sexuales, los aceites eróticos, las tangas y negligees, las películas porno y, sobre todo, como diría un amigo, con “las putitas, loco”, mostrando sus carnes.
La expo se instaló a unas cuadras de la periferia, casi al límite de lo civilizado. Se dijo en la prensa que llegarían estrellas internacionales del porno y que habrían de acudir 20 mil personas. Lo que encuentro en aquel bodegón que alberga escenarios y stands, es poca gente (al final del recuento de los organizadores sólo la mitad estimada acudiría) y también, aunque algunas mujeres son extranjeras, otras se venden como exóticas, pero les traicionan los bigotes nacionales, y hasta las pieles no muy apetitosas. Pocas son las que causan la impresión cercana a las fotos publicitarias. Pero qué más da, lo que importa aquí es acudir al espectáculo de la exhibición y del voyeurismo, en una fusión de bule y sex shop, donde no sólo la música resulta estridente, sino la luz que evidencia los rostros ansiosos.
Con un recorrido por los locales, no puedo evitar recordar aquello de “estás hecha de plástico fino” en voz de Radio Futura. Ahí están los mega masturbator; torsos femeninos o masculinos con su orificio o miembro empaquetados con la leyenda “fuck me silly” o “fuck me silly dude”, o un trasero que ruega y promete: “fuck my tight ass”. Las paletas de chocolate en forma de pene, a las que les escurre azúcar glass y que me abstengo de regalar a una amiga. Los lubricantes de sabores y algunos con silocaina para quitar las angustias de la penetración anal. La lencería vaporosa y los disfraces de Gatubela y de mujer policía. Las burdas películas porno hechas en el DF, a tres por 50 pesos, que despiertan –cómo no hacerlo– mis escrúpulos.
Aquí pocos han venido a comprar. El negocio es ver, y ver mujeres. Con un público compuesto casi en su totalidad por hombres, los dos o tres actores masculinos que se pasean por la expo son ignorados. Las diferentes pistas de este espectáculo simultáneo están dispuestas para que los caballerosos merolicos a cargo inviten a acercarse a las femme fatale con nombres tan sofisticados como Charlotte, Tiffany o Melody: “Órale, cabrones, pura carne importada. Súbete y tómate la foto cachonda del recuerdo”.
Hay también para los diferentes propósitos lúbricos un local apartado, donde una suerte de cadenero que parece mesero, solicita 200 pesos extras al pago de la entrada general, que es más de esa cantidad, para ser partícipe de un escenario y un ambiente privado. Aquello luce desierto hasta donde mi cuello permite mirar. Y el gran escenario, donde los más listos han llegado temprano para apartar silla y que los otros quedaran detrás de la valla con la bola, es el único lugar en que realmente hay sexo en vivo. Lo otro no deja de ser restregón y calentada entre las actrices y los hambreados parroquianos. Estoy lejos del VIP para ver con detalle, pero la silueta de una mujer cabeceando mientras se la chupa a su compañero actor, me es inconfundible.
Aún con esto, me ha dicho una de las organizadoras que los empresarios se han quejado de que las autoridades no les han permitido instalar el numerito, como en el DF, y que han perdido dinero a causa de nuestra mojigatería. “Es que allá la gente es más atrevida”, me dice Tony con su acento chilango, y me asegura que él es videógrafo y publicista, que lo que hace con las fotos y video no es porno, sino un montaje –obviamente, pero yo diría una parodia– y que lo poco que realmente se filma en el país sólo subsiste de manera casera y “corrientona”, a causa de la poca aceptación social para ser considerada una profesión.
Ahora Tony Arenas adopta su papel para el que dice que no tiene guión, y empieza a arengar al público a que saque la lana “para que las viejas jalen”, a darle ánimo a los que pagaron por fingir coger con las actrices que cansadas, asqueadas o no, mecanizan su lascivo ofrecimiento, mientras la turba masculina contempla absorta el momento, en medio de una ola fálica de celulares, buscando, viendo como si nunca antes lo hubiera hecho. Ya James Ellroy lo decía en The Hilliker Curse: “Los ojos se nos salen de las órbitas. Estamos observando a mujeres. Queremos algo enorme. Estamos mirando para poder dejar de mirar. Anhelamos el valor moral de una mujer. La reconoceremos cuando la veamos. Mientras tanto, miraremos”.

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