Una galaxia llamada Bradbury

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En esta foto del 29 de enero de 1997, el escritor Ray Bradbury posa durante un evento promocional de su libro "M·s r·pido que el ojo" en Cupertino, California. Bradbury, autor de Èxitos literarios como "Las crÛnicas marcianas" y "Fahrenheit 451", muriÛ el martes 5 de junio del 2012 en el sur de California. TenÌa 91 aÒos. (AP Foto/Steve Castillo, Archivo))

Uno de los cuentos de los que Ray Bradbury (Waukegan, Illinois, 1920) estaba más orgulloso era “The Toynbee Convector”, la historia de un sujeto que inventa una máquina del tiempo y que dice haber visto el futuro. Bradbury le dijo a The Paris Review apenas en el 2010, que de cierta manera él era como el protagonista. Un hombre que se esfuerza por decirle a la humanidad que si no hace cambios –literalmente– “se irá al infierno”.
Ray Bradbury perteneció a ese raro linaje de escritores que desde la fantasía (futurista o no) nos ayudaron a entender mejor el presente. “La visión es el arte de ver las cosas invisibles”, escribió Jonathan Swift. Y fue a través de la imaginación que el autor de Crónicas marcianas nos mostró las posibilidades reales de supervivencia o extinción de nuestra especie.
Siempre se dio cuenta que sería a través de la ciencia ficción desde donde crearía esas anécdotas y moralejas dentro de un mundo cada vez más complejo. “Espero encontrarme con H. G. Wells o tener la compañía de Jules Verne. Cuando trabajo en un espacio viviente entre los dos, entro en éxtasis”, escribió en la introducción a los relatos que formarían El hombre ilustrado. Y en ese éxtasis, Bradbury escribió cuentos y novelas que nos remiten a la mejor literatura, aquella que nos hace vivir la angustia y la alegría de la existencia. Lo dice a manera de homenaje el propio Faber, el viejo –extrañamente culto– de ese infierno analfabeta que es el mundo de Farenheit 451: “Los buenos escritores tocan a menudo la vida. Los mediocres la rozan rápidamente. Los malos la violan y la abandonan a las moscas”.

Bradbury vs la televisión
La imagen, para Ray Bradbury, podía convertirse en espejismo. La televisión o las “telepantallas” como aparece en sus historias, al tiempo que entretienen funcionan como catalizadores de nuestros sueños y delirios. En el cuento “La pradera”, los niños de una familia duermen bajo la tutela de unas paredes que reproducen sus sueños. El problema llega cuando las dulces fantasías se transforman en una pesadilla africana, en la que los leones terminan devorando a los ingenuos padres.
En la novela Fahrenheit 451, la esposa del bombero Montag combate la depresión observando la teleserie que se desprende de las paredes-pantalla. Incluso Jesucristo es parte del elenco de las historias que se suceden sin fin. “Lo visible nos aprisiona en lo visible. Para el que puede ver (y ya está), lo que no ve no existe”, escribe Giovanni Sartori en su ya clásico Homo videns. Cuando todo es imagen, la percepción se distorsiona.
Pero la imagen no es mala por sí misma. El problema viene desde los que ostentan el poder, o como los nombró Bradbury en “Usher II”, esos Miembros de la Sociedad de Represión de la Fantasía, que extirpan el lóbulo del que emana la crítica sobre la realidad. La primacía de la imagen es la consecuencia del deterioro de la palabra. Los dice el mismo personaje de este cuento, que pertenece a Crónicas marcianas:

Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales. Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de la sombra de ellos mismos.

A lo largo de toda su obra, Bradbury hace una defensa (que nos resultará entrañable a todos sus lectores por siempre) de la libertad del pensamiento. Anteponiendo la imagen contra la palabra escrita, la mejor expresión la encontramos en Fahrenheit 451, en el diálogo entre el capitán Beatty y Montag, quien le pregunta a su jefe: “Cuándo comenzó todo”:
—Píntate la escena. El hombre del siglo XIX con sus caballos, sus carretas, sus perros: movimiento lento. Luego, el siglo XX: cámara rápida. Libros más cortos. Condensaciones. Digestos. Formato chico. La mordaza, la instantánea (…) Los clásicos reducidos a audiciones de radio de quince minutos; reducidos otra vez a una columna impresa de dos minutos, resumidos luego en un diccionario en diez o doce líneas (…) “Ahora usted puede leer todos los clásicos. Lúzcase en sociedad”. ¿Comprendes? Del jardín de infancia al colegio, y vuelta al jardín de infancia. Ése ha sido el desarrollo espiritual del hombre durante los últimos cinco siglos…
Un milagro inexplicable
Ray Bradbury es de los pocos que vio en el apresurado desarrollo tecnológico un espejismo de Proteo, infinito y repetitivo. “La ciencia se nos adelantó demasiado, con demasiada rapidez, y la gente se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas”, escribe el autor en su cuento “El picnic de un millón de años”. Aunque entusiasta con la tecnología y el desarrollo (un escritor de ciencia ficción por más que critique al progreso no puede dejar de tener cierto aire positivista), Bradbury siempre vio en la ciencia un peligro para la espiritualidad.
En sus Crónicas marcianas aunque a veces terribles (o demasiado humanos) los alienígenas por lo general cultivan una sensibilidad exquisita, como lo señala en el cuento “Aunque siga brillando la luna”, los habitantes del planeta rojo “combinaron religión, arte y ciencia, pues en verdad la ciencia no es más que la investigación de un milagro inexplicable, y el arte, la interpretación de ese milagro. No permitieron que la ciencia aplastara la belleza”.
En algunos pasajes memorables de la que es tal vez su mejor obra, Crónicas marciana, conviven en armonía la ciencia y el arte, y sobre todo una manera (para algunos ingenua) de ver la vida como un auténtico milagro. En la conferencia que dio vía satélite en el marco de la FIL en 2009, el escritor de ciencia ficción urgió a la conquista de Marte, al tiempo que hacía un recuerdo de su madre cinéfila, y de la portentosa memoria que le permitía rememorar incluso el sabor de la leche materna. Es esto Bradbury era inigualable, al recordarnos que otros mundos mejores son posibles. Pero incluso sin la conquista de otras galaxias, el ser humano podría crear el paraíso aquí en la tierra si fuera capaz de apreciar la simpleza y lo extraordinario de la realidad.

Prólogo a Crónicas marcianas
JORGE LUIS BORGES
En el segundo siglo e nuestra era, Luciano de Samosata compuso una Historia verídica, que encierra, entre otras maravillas, una descripción de los selenitas, que (según el verídico historiador) hilan y cardan los metales y el vidrio; se quitan y se ponen los ojos, beben zumo de aire o aire exprimido; a principios del siglo XVI, Ludovico Ariosto imaginó que un paladín descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra, las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo malgastado en el juego, los proyectos inútiles y los no saciados anhelos; en el siglo XVII, Kepler redactó un Somnium Astronomicum, que finge ser la transcripción de un libro leído en un sueño, cuyas páginas prolijamente revelan la conformación y los hábitos de las serpientes de la Luna que durante los ardores del día se guarecen en profundas cavernas y salen al atardecer. Entre el primero y el segundo de estos viajes imaginarios hay mil trescientos años y entre el segundo y el tercero, unos cien; los dos primeros son, sin embargo, invenciones irresponsables y libres y el tercero está como entorpecido por un afán de verosimilitud. La razón es clara: para Luciano y para Ariosto, un viaje a la Luna era símbolo o arquetipo de lo imposible; para Kepler ya era una posibilidad, como para nosotros. ¿No publicó por aquellos años John Wilkins, inventor de una lengua universal, su Descubrimiento de Un mundo en la Luna, discurso tendiente a demostrar que puede haber otro Mundo habitable en aquel Planeta, con un apéndice titulado Discursos sobre la Posibilidad de una Travesía? En las Noches áticas de Aulo Gelio se lee que Arquitas el pitagórico fabricó una paloma de madera que andaba por el aire; Wilkins predice que un vehículo de mecanismo análogo o parecido nos llevará, algún día, a la Luna.
Por su carácter de anticipación de un porvenir posible o probable, el Somnium Astronomicum prefigura, si no me equivoco, el nuevo género narrativo que los americanos del Norte denominan science-fiction o scientifiction1 y del que son admirable ejemplo estas Crónicas. Su tema es la conquista y colonización del planeta. Esta ardua empresa de los hombres futuros parece destinada a la épica, pero Ray Bradbury ha preferido (sin proponérselo, tal vez, y por secreta inspiración de su genio) un tono elegíaco. Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria. Anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo –que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar por la arena.
Otros autores estampan una fecha venidera y no les creemos, porque sabemos que se trata de una convención literaria; Bradbury escribe 2004 y sentimos la gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado –el dark bakward and abysm of Time del verso de Shakespeare. Ya el Renacimiento observó, por boca de Giordano Bruno y de Bacon, que los verdaderos antiguos somos nosotros y no los hombres del Génesis o de Homero.
¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y soledad?
¿Cómo pueden tocarme estas fantasías; y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo “fantástico” o a lo “real”, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o la novelería de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street.
Acaso La tercera expedición es la historia más alarmante de este volumen. Su horror (sospecho) es metafísico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes del capitán John Black insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara. Quiero asimismo destacar el episodio titulado El marciano, que encierra una patética variación del mito de Proteo.
Hacia 1909 leí, con fascinante angustia, en el crepúsculo de una casa grande que ya no existe, Los primeros hombres en la Luna, de Wells. Por virtud de estas Crónicas, de concepción y ejecución muy diversa, me ha sido dado revivir, en los últimos días del otoño de 1954, aquellos deleitables terrores.

1 Scientifiction es un monstruo verbal en que se amalgaman el adjetivo scientific y el nombre sustantivo fiction. Jocosamente, el idioma español suele recurrir a formaciones análogas; Marcelo del Mazo habló de las orquestas de gríngaros (gringos + zíngaros) y Paul Groussac de las japonecedades que obstruían el museo de los Goncourt.

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