Una estancia coral en los infiernos

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De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome
con tus ojos de aguamarina.
Juan Rulfo

Cruzó, entonces, un guajolote volando —de extremo a extremo— el atrio de la capilla donde, de acuerdo a la novela Pedro Páramo, se veló a Susana Sanjuán. Cerca, muy cerca —en San Gabriel, o Comala—, de donde el cacique y Susana habían volado papalotes de niños. Allí, donde aún se logra escuchar el murmullo de Pedro susurrando las más poéticas palabras dedicadas a la mujer que más amó: “Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba, en la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento…”.

Fue hace un poco más de sesenta años que fueron escritas estas palabras, pero fue hace exactamente seis décadas, en 1955, que algunos pocos lectores leyeron por vez primera este hermoso poema de amor, que —contrario a lo que se podría pensar— está inserto en una de las más violentas, extrañas y bellas novelas escritas en castellano.

Juan Rulfo había crecido allí, en San Gabriel, donde ocurre la historia, pero trasmutado su nombre al ahora mítico nombre de Comala; el San Gabriel real aún mantiene ese aroma que se percibe en la novela. Están los puntos exactos —localizables aun sin un mapa—, y están en la imaginación también.

Están en los ecos que corren con el viento de las montañas —fui a conocer este pueblo, donde nació mi madre, durante la primera Ruta Rulfiana, en la que tuve la fortuna de estar junto a los escritores Federico Campbell y José Luis Martínez; ya no recuerdo si fue en 1998— e hice el recorrido por casi todo los sitios donde ocurren las más importantes escenas.

Ahora mismo —puedo decir de manera extemporánea, pero allí—acabo de salir de la casa de huéspedes de Eduviges Díada, donde pernoctó Juan Preciado. Afuera está el sol a plomo, pero adentro apenas la casa en ruinas se ilumina con algunos pocos rayos de sol que entran y alumbran los sombríos corredores y los cuartos. Y, afuera, donde el sol cae a plomo (“Hay aire y sol, hay nubes…”), es el camino real que va hacia Contla, donde alguna vez —y por siempre—, “Un caballo pasó al galope donde se cruza la calle real con el camino de Contla”, sobre ese caballo iba montado Miguel Páramo —uno de los muchos hijos del cacique, porque “Todos somos hijos de Pedro Páramo”…

Historia de tragedias y muerte, de cruce de la Historia de México (y sus más importantes acontecimientos como la Revolución y la Cristiada), Pedro Páramo es esencialmente una novela de amor y desamor. Es, ante todo, la historia de un amor imposible: “Ese sueño que eres tú todavía dura. Durará siempre, porque siento que estás dentro de mi sangre y pasas por mi corazón a cada rato…”.

Novela de amor, de amores, también es una historia del pequeño infierno: donde todos los personajes —nos enteramos a la mitad del libro— están muertos. Es, entonces Pedro Páramo, una historia de muertos y de muerte.

Breve, acepta las palabras de Susan Sontang, quien cita en Cuestión de énfasis: “En efecto, Pedro Páramo es una narración mucho más compleja de lo que hace suponer su inicio [‘Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo’]. La premisa de la novela —una madre muerta que lanza a su hijo al mundo, a la busca de un hijo en pos de su padre— se convierte en una estancia coral en los infiernos […] La Comala presente está habitada por los muertos, y los encuentros de Juan Preciado cuando llega a Comala son con ánimas…

Juan Rulfo es a la vez un fino narrador y un visionario y profundo poeta: un vidente.

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