Una cultura periférica

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“La vida nos hizo diferentes”, canta a ritmo de rap Crazy School, un grupo conformado por pandilleros de una de las zonas con más altos índices delictivos de Zapopan. Al igual que otros de sus compañeros (o, incluso, de sus rivales), sus canciones forman parte del disco que grabaron en 2013, a propósito del proyecto Porque así soy yo, “un proyecto de investigación e intervención que parte de la idea de que para conocer y tratar de incidir en una problemática hay que hacer primero investigación”, asegura Rogelio Marcial, investigador social que tras haber trabajado en aquel primer intento por incidir en las relaciones entre estos grupos sociales, ahora participa en un proyecto que comparte los mismos objetivos “a favor de la paz y de acabar con las violencias que enfrentan las pandillas”, en coordinación con la Universidad de Guadalajara y el ayuntamiento de Guadalajara.

“El primer paso es ir a ver qué quieren los chavos”, asume Marcial, para lograr una aproximación a los polígonos tapatíos de El Zalate, Miravalle, Oblatos, Lomas del Paraíso y Santa Cecilia. De ello se han desprendido observaciones que ponen de manifiesto importantes diferencias entre municipios vecinos, pues mientras que en Zapopan la violencia incluía pleitos cotidianos entre pandillas, asaltos, enfrentamientos con piedras y tiroteos, “lo que hemos encontrado en Guadalajara es una situación de violencia muy rara, porque aparentemente no hay tanta, pero en realidad los índices son más altos. Hay mayor presencia de armas de fuego y una gran cantidad de armas hechizas, con lo que en realidad es una calma muy tensa y peligrosa”. A ello hay que agregar el que las pandillas tapatías son más antiguas y experimentan ahora “una especie de cambio generacional en el que la violencia ya no obedece a una especie de código, sino que se efectúa de manera más arbitraria”, asegura.

Grupos de pandillas a la puerta del narcotráfico y el crimen organizado, que han asumido en la mayoría de los casos que estando en el barrio no hay otra manera de conseguir dinero; así lo considera un personaje anónimo del documental surgido del proyecto en 2013 Donde moran los sueños, dirigido por Jonás González Illoldi, que “mientras siga habiendo hambre, va a haber violencia… la necesidad es canija”. Así que lo que tratamos de hacer —comenta Marcial— “es abrir otras puertas, tratar de que sus proyectos se sustenten y ganen algo con ellos. Hacerles ver que hay otro camino, ya es algo”.

El arte como alternativa
Una labor que —reconoce Marcial— representa una semilla inicial para tratar de enfrentar una problemática gestada durante años y en la que intervienen múltiples factores, aunque con una consecuencia común, que es la gestación de una creciente cultura periférica acompañada de una percepción de segregación, de “ser diferente” que existe y crece al margen de las grandes instituciones sociales. La falta de oportunidades laborales, especialmente de empleo juvenil, el alto índice de deserción escolar a nivel secundaria o la migración ilegal a los Estados Unidos son factores que permiten comprender su conformación y, al mismo tiempo, sus motivos artísticos. Muchos de los pandilleros se dicen cansados de ser socialmente relacionados con la delincuencia por su forma de vestir, por su gusto musical, por sus reuniones callejeras. “Muchos han preferido hacerse llamar crews —cuadrillas— quienes ven el grafiti, por ejemplo, no como un delito sino como una forma de expresión”, explica Marcial. “Pero nosotros no buscamos que desaparezcan las pandillas, ni venimos a juzgarlos o a ponerles dedo, sino a tratar de comprender qué les gusta y porqué se han conformado así. Cuando te toman confianza, es evidente que les gusta hablar, contar lo que han vivido”.

Y, en efecto, lo cuentan mediante el grafiti y la música. De la observación y la convivencia dentro del proyecto surgieron talleres de aerografía —para que puedan hacer de ello una fuente de empleo—, así como los concursos entre grafiteros donde son las personas de la misma colonia las que intentan explicar lo que ven, aunque el estigma delictivo del grafiti aún es socialmente operante y resulta difícil conseguir bardas para proponer otras actividades.

El gusto por el rap y —en el caso de Guadalajara— por el reggaetón, ha dado pie a la organización de un concierto que se llevará a cabo en julio en el Parque El Refugio, en el que abrirán artistas que ellos admiran, pues son un referente de pandilleros que han sobresalido gracias a la música, para después dar paso a cinco grupos de estas colonias que interpretarán sus propias canciones. De ahí surgirá un disco con la intención de que ellos puedan venderlo y financiar con las ganancias un equipo de grabación con el que puedan grabar sus pistas. “Esto ha ayudado a que los chavos inviten a sus amigos y muchas veces a pandilleros de otros grupos rivales a grabar. De veras que los volvimos rockstar en sus barrios, pues vamos caminando y la gente se saca selfies con ellos”.

Esto lo cuentan también frente a la cámara de video a la que responden preguntas sobre sí mismos que raras veces tienen la oportunidad de escuchar, un ejercicio del que se desprenderá un documental dirigido por González Illoldi. Asimismo, sus gestos y señas han quedado plasmados en las fotografías que Charlie Uribe y Gabo Morales, fotógrafos profesionales, han captado en el proceso y que serán publicadas como libro electrónico, en el que sus protagonistas han participado en la estética y el discurso visual.

Problemas complejos para los que no hay una solución mágica, como bien reconoce Marcial, pero a los que “hay que darles seguimiento por mucho tiempo, y en los que el arte es muy importante…, es la llave”.

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