Una ciudad en la cabeza

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Mario Levrero¶

La noción de la espacialidad nos es imprescindible. Nos sostiene. Las certezas juegan un papel importante en nuestro paso por el mundo: saber dónde estamos y cómo llegamos a tal sitio son dos de las principales. Una brújula, por eso, es como una extensión de la cabeza, un aparato que nos fija al suelo y nos orienta hacia el cielo. A las alturas, quiero decir. El sujeto al que colocan una venda sobre los ojos y se le deja en un lugar deshabitado no comprende de pronto qué pasa. Pasados unos minutos tiene una sola certeza que no es tal: está perdido. O, por lo menos, lejos de su centro, de su eje espacial y temporal. Y es que en cuanto nos asalta el extravío perdemos piso. Se trata de una sensación que, como una ola, voluptuosa y líquida, nos recorre de arriba a abajo y nos arroja a una incertidumbre total, al principio. La espacialidad, ahí, no existe más. Entonces, se vuelve imperioso dar con ella, como si se quisiera encontrar un interruptor de luz al recorrer la pared de una habitación a oscuras.

Un tipo propenso al orden, al raciocinio más elemental, una noche lluviosa camina por las calles de un sitio que desconoce. Busca dónde guarecerse del agua, del frío y entra a una casa deshabitada, a oscuras; abandonada, al parecer. No hay luz eléctrica ni gas y no tiene un cerillo siquiera para encender una lámpara de petróleo. Decide salir a la calle y buscar un almacén donde proveerse de tales utensilios y de comida. Como no conoce el lugar se extravía. Bajo la lluvia, el frío, camina al tanteo. De pronto, a lo lejos, distingue un par de faros. Al principio duda de que ese vehículo se esté acercando; al poco rato se da cuenta de que así es, pero él está lejos del camino y comienza a correr agitando los brazos, dando tumbos, en el lodo y bajo el agua. Cuando sube a ese viejo camión de redilas es que comienza entonces su verdadero extravío.

Esta podría ser, a grandes rasgos, la punta de la madeja de La ciudad, una novela que Mario Levrero (ya cumplidos diez años de su muerte) publicara en 1970. Si El lugar (1982), novela aparecida doce años después, será un texto laberíntico, La ciudad deshace la espacialidad para rehacerla a su modo: el personaje va siempre hacia delante convencido de que llegará a dónde quiere ir (aunque, en el fondo, la mayor parte del tiempo desconozca a dónde se dirige). Al detener el camión de redilas, atina a decirle al conductor: “Por favor, permítame subir. Lléveme a alguna parte”. No importa que ese sitio carezca de nombre, de coordenadas exactas. El mapa que el hombre tiene en la cabeza no se ajusta a lo que ven sus ojos, por ello en su petición de ayuda busca que lo libren de ese extravío en el que, lo percibe, se hunde cada vez más. Si no le es posible conjurar esa abstracción espacial, por lo menos quiere asirse a lo temporal. Ese es su primer paso.

La casa abandonada y oscura a la que llega en esa noche de lluvia anticipa ya la tesitura del personaje: la soledad. Y esta marca en su carácter anticipa, a su vez, una de las sensaciones principales que se experimentan al leer La ciudad: el desamparo. Antonio Muñoz Molina, en el prólogo de la novela, lo llama desasosiego. Desamparo. Indefensión. Desasosiego. Todas. Al lector lo embarga sobre todo una especie de desamparo. Pero no se trata de cualquiera, sino de un terrible desamparo. Como el personaje, que se encuentra inmerso en un monólogo incesante, paranoico, desmesurado por su tensión y emociones, desde este lado del libro no puede ser menor. La marca distintiva del protagonista (único de los personajes que carece de nombre) es que no sabe a dónde va, pero esto se agudiza en el hecho de que, como aquel hombre de El lugar, reta a su memoria para que le aclare de dónde viene y esa masa en lugar de disiparse se le va ennegreciendo: “…no obtuve el menor indicio de dónde estaba, ni de por qué estaba allí” (El lugar). Hay una consigna levreriana en ese par de novelas: sus personajes, de algún modo, se aferran a un único horizonte en el que no es posible encontrar nada.

Una trilogía involuntaria
No es extraño que La ciudad, El lugar y París (1978) conformen la Trilogía Involuntaria. Una tríada de novelas en las que Levrero propone que la brújula a la mano de sus personajes, sumidos en un mapa del que desconocen todo: lenguaje, señales, límites, lugares; sea la memoria. Ese tercer brazo que, traicionero, de un momento a otro toma la consistencia de la arcilla mezclada con agua. Una tragedia que amenaza caer sobre todas las cabezas. Si en El lugar el personaje trata de salir de una casa en la que subsecuentemente se repiten cuartos, puertas, pasillos, cuartos, puertas, pasillos… en La ciudad sucede otro tanto: no hay caminos, lugares, certezas. La tesis levreriana tal vez sea la reinvención: sus personajes son Teseos que buscan escapar de sí mismos para, por paradójico que pueda sonar, poder encontrarse. Al final, para su fortuna, aquí no hay un Hades que los haga morir encadenados por la descabellada pretensión de amar a una mujer.

Personajes extraños, sitios sin nombre, situaciones inverosímiles (que se magnifican porque el protagonista es un tipo obsesivo, un observador inescrupuloso del orden), delirios y alucinaciones, una mujer (de nombre Ana) que aparece y desaparece sin dejar rastros ni mensaje alguno, reglamentos que son puntillosos pero que carecen de aplicación y de un estado de cosas en el que tener cabida, sueños que son soñados por alguien que sueña que sueña (las matrioskas rusas y las cajas chinas, la Caja de Pandora y el veliz del ventrílocuo); todo esto hay en La ciudad. Se trata, en el fondo y en la superficie, de un mundo de sentidos. Ana, por ejemplo, una mujer escurridiza, tal vez se encuentre al final de ese trazado intrincado. Pero el protagonista, que al principio le preocupa, al final no lo descubre.

En este mundo alucinado, en esta ciudad hipotética, el protagonista mantiene, a lo largo de la novela un par de certezas: que tiene que volver a aquella primera casa a oscuras en la que pasó unos momentos en una noche lluviosa, y que debe encontrar una estación de trenes para ir a la ciudad; estación que muchos han nombrado pero que nadie sabe su ubicación. El mapa de su cabeza carece de registros, y ni siquiera norte tiene. Tras innumerables vicisitudes llega por fin a la dichosa estación. Al momento en que solicita un boleto de tren hacia Montevideo (la ciudad), ese mundo informe, sin una geografía particular, situado en un plano inalcanzable, adquiere su propia espacialidad: ya se sabe que los mapas, condenados a resguardar trazos y no sitios en concreto, designan lugares, caminos para llegar a esos sitios, límites, extensiones que se funden unas con otras; sin embargo, no es posible vislumbrar lo que se encuentra uno en el terreno en el que se anda. Su espacialidad no es tal, sino una mentira.

Esa estación en medio de la nada hace recordar aquella de “El guardagujas” de Juan José Arreola: sin trenes y con muchos viajeros. El guardagujas y el protagonista de La ciudad se acercan de algún modo: ambos recuperan la existencia cuando la locomotora aparece en un recodo del camino. El tipo solitario levreriano es un hombre que desde un principio quiere viajar a alguna parte (“Por favor, permítame subir. Lléveme a alguna parte”), y esa alguna parte, lo sabrá en algún momento, es Montevideo. Como si hubiera estado condenado a vagar y divagar para, al fin, dar con las certezas que le auguran que ese orden riguroso al que siempre ha vivido sometido, lo es todo, todo por lo que bien vale perder la cabeza.

Su vida fluctúa en un desarraigo permanente. Cuando aborda el vagón con la certeza de que ese tren marcha hacia Montevideo no se trata de un momento triunfalista, como podría pensarse; es, más bien, un largo impasse en el tiempo, un atisbo de calma en la vorágine que supone vivir en un sitio al que nadie tiene intención de llegar, y del que nadie, al mismo tiempo, tiene intención de marcharse.

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