Un ramaje intrincado

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Como Víctor Erice, Terrence Malick forma parte de un escaso club de directores de cine que trabajan con una pausa limpia y desesperante para sus seguidores. En sendas carreras de cinco y cuatro décadas respectivamente, han entregado a los carretes apenas cinco largometrajes cada uno. El ansia alcanza amplias dimensiones –risibles a comparación del fenómeno Harry Potter, claro–, especialmente en el caso de Malick, que abandonó otro club, el de los raros, desde el éxito académico de La delgada línea roja (1998).
La expectativa que rodea cada nuevo proyecto, forma una nube de ideas y preconcepciones que se destruyen cuando se enfrentan a la pantalla, para placer de unos y disgusto de otros. Pero todavía no se disipa una cuando ya se avecina otra, amenazando con perturbar el calmado paisaje de su habitual mesura: se avista para 2012 un proyecto todavía sin nombre, pero con Rachel McAdams, Ben Affleck, Rachel Weisz, Javier Bardem y nuevamente Jessica Chastain, anunciados ya.
El mes pasado fue estrenada en las carteleras norteamericanas El árbol de la vida (Tree of life), un filme de límites difíciles de precisar, pero que en todo caso pertenece al género de las películas que dividen opiniones: mientras unos viajan entre nebulosas y células desde la butaca, otros duermen aburridísimos y arrullados por el coro etéreo y más bien profano que acompaña el preciosismo visual de la obra más reciente de Malick.
Cuando llegue a nuestras marquesinas, será sin duda una inmensa decepción para quienes la elijan guiados por el elenco: Sean Penn (Jack O’Brien) y Brad Pitt (señor O’Brien) encarnan a los personajes principales, pero pronto se entiende que aunque las actuaciones son de una expresión impecable, el sentido yace en las sensaciones; que el argumento apenas sirve de baranda, aunque no mienten las sinopsis cuando lo describen como la memoria de un hombre que trata de conciliar para sí la complicada relación de cariño, miedo y odio con su padre durante su infancia en los años cuarenta del siglo pasado.
Las dificultades se presentan desde el principio, cuando tras un epígrafe del Libro de Job, aparece en pantalla una informe luz fatua –que será recurrente–, seguida de una vista satelital de la curvatura de la Tierra apenas acariciada por la luz del sol, mientras una voz indica que sólo hay dos caminos en la vida: el de la naturaleza y el de la gracia. Y son estas vías simultáneas pero separadas las que van a construir las siguientes dos horas de –¿acaso?– poesía audiovisual: por una parte insólitos paisajes terrestres, atmosféricos, volcánicos y cósmicos mezclados con maravillas microscópicas que coinciden en el color, las texturas y un asombroso caos aparente; por la otra, memorias desarticuladas de la infancia de Jack, interpretado en esa edad por el estupendo debutante Hunter McCracken.
Si uno no deja de asirse a los rastros de narración que son parte esencial de la película, pero no la única; si uno no se abandona a los trasiegos de un discurso ciertamente incoherente en términos de gramática cinematográfica; si uno no decide colaborar con el artificio impresionista e instalarse entre las cortinas movedizas donde se esconden y persiguen los niños, percibir las delicadas caricias de la madre hacia una mariposa, una hoja, sus hijos, el aire… si no podemos aceptar sin reparos nuestra presencia en medio de una escena de brutalidad paternal, o de pretendida y francamente increíble misericordia entre dinosaurios, entonces será mejor que nos colguemos del bostezo y la extrañeza y salgamos de la sala.
El final es puro símbolo: camino de rocas, desolación, desierto, un umbral en medio de la nada, el hombre que se ve a sí mismo del otro lado y lo cruza, encuentros, confusión gozosa, una playa, espuma, resaca, cuerpo de agua, corriente, flujo, transiciones, macroscopía, etcétera. Y la misma luz fatua.

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