Un fruto olvidado

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Sesenta y dos familias indígenas viven en la comunidad Chiquihuitlán, a 40 minutos de la cabecera municipal de Autlán de la Grana, en la Costa Sur de Jalisco. La falta de transporte público y las escasas escuelas, son ejemplos del rezago en la zona que coloca a sus habitantes en una situación de marginalidad y económicamente inestable. Con importantes carencias de agua —ya que los servicios públicos son casi nulos— los terrenos no son aptos para la agricultura y las represas no funcionan por la porosidad del suelo que dificulta la retención de agua,  con lo que el temporal de lluvias resulta una variable fundamental para esta comunidad, ya que su economía se basa en gran parte en la producción de pitaya.

Ésta, “al ser una actividad estacional, presenta variaciones año con año en su producción”, explica Víctor Sánchez Bernal, profesor-investigador del Centro Universitario de la Costa Sur (CUCSur), quien desarrolla una investigación socio-antropológica de las implicaciones que la pitaya tiene en la comunidad indígena de Chiquihuitlán, y señala que uno de los efectos más notorios de las recientes variaciones climatológicas en Jalisco fue la afectación que sufrió su producción en el estado.

Jalisco es una de las principales entidades productoras de pitaya a nivel nacional y la región de Autlán aporta un porcentaje significativo, que incide directamente en la economía de las familias recolectoras. Su investigación destaca el hecho de que en un año de bonanza, es posible que una familia obtenga hasta 50 mil pesos en los tres meses que dura la temporada, generalmente de marzo a mayo, si bien “pueden haber cambios, como este año que se vio afectado por el abundante temporal de lluvias del año pasado”, con lo que difícilmente llegarán a obtener tan sólo 10 mil pesos de ingresos.

Mientras que las familias más pudientes logran enviar a sus hijos a estudiar a Autlán, otras menos adineradas basan su economía en el cultivo de maíz criollo y sorgo, o en la recolección de guamúchil o madera del bosque así como en la producción de carbón. Aprovechan además la fauna silvestre, de modo que la cacería de venado representa, primero, una fuente directa de sustento familiar y, más tarde, un elemento de comercio a efectuarse en el mercado de Autlán “o en la red que han ido generando con otras poblaciones de la costa y la sierra, como La Huerta, Casimiro Castillo, Cihuatlán, Unión de Tula, Ayutla y Ejutla”, explica Sánchez Bernal.

No obstante, algunos miembros de estas familias se ven obligados por las carencias económicas a laborar en Autlán como empleados domésticas o como trabajadores en monocultivos. Sin embargo, ninguna de estas actividades ofrece las ganancias que la producción de pitaya puede generar, con lo que ésta representa la principal fuente de ingresos familiares y complementa de manera importante su sustento a lo largo de todo el año. Ganancias utilizadas en “la siembra de maíz y sorgo de temporal, la educación de los hijos, e, incluso, para cumplir ‘mandas’”, asegura el investigador.

La importancia que la población le confiere a la pitaya en términos económicos incide cultural y socialmente, en tanto que las familias laboran en conjunto para su recolección y comercialización, así como para hacer frente a la competencia de otras localidades. Pero no es éste el único desafío al que en años recientes se enfrentan las familias que han hecho del fruto una forma de economía, como apunta Sánchez Bernal, sino “las afectaciones por cambio de uso del suelo por inmobiliarias que venden terrenos para fraccionamientos, narco madereros, y la apertura de caminos para concesiones a empresas mineras, así como un menosprecio de la actividad y la desvalorización del consumo del fruto por los jóvenes y niños”.

Por ello, la crisis en la producción de pitaya guarda una estrecha relación con el ámbito social a nivel local, regional, estatal y nacional, y la falta de estudios al respecto comienza a hacerse evidente, por lo que el producto de esta investigación podría derivar en la propuesta de planes de manejo e implementación de políticas públicas ambientales, así como dar paso a procesos locales de participación y acción.

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