Un caldo hecho de historias

2202

El segundo piso en el mercado San Juan de Dios es un espacio de sabores, de sazones y de personajes. Se tiene que llegar con el estómago vacío, con una decisión previa o sin miedo a sabores exóticos. Los chiles rellenos apilados, la cazuela de arroz rojo esponjado y las tripas doradas crujientes se combinan con el olor del caldo de pescado servido con un trozo de col y zanahorias. De todos los platillos, éste tiene un pasado especial. En cada cucharada se sorbe la historia de descendientes de japoneses que migraron a México durante la Segunda Guerra mundial, quienes también se asentaron en Mazatlán, Aguascalientes y Tijuana.
La primera generación de japoneses que llegaron a Jalisco y fundaron estos negocios en el famoso mercado, murieron, pero a través de sus descendientes es posible conocer sus aventuras y travesías.
Javier Yutaka Nagatome es uno de ellos. Su padre Toshio Nagatome llegó a los 17 años, se casó con una mexicana de origen japonés cuya familia también migró huyendo de la posguerra por las condiciones en las que quedó Japón.
Al estar en tierra hispanoparlante su nombre oriental resultaba complicado de pronunciar, así que decidió bautizarse como Ramiro, que hasta la fecha es el nombre que lleva la pescadería ubicada los locales 636, 637 y 638.
Javier Yutaka cuenta que la familia Terasai y el señor Seki fueron los primeros en vender caldo de pescado, ya que tenían un negocio de pescados crudos, por lo que, al no saber qué hacer con los sobrantes, se dieron a la tarea de preparar caldo para consumirlo. Poco a poco llegaron clientes ansiosos por este platillo, hasta convertirlo en un plato clásico en el mercado San Juan de Dios.
Ahora los hermanos y hermanas de Javier Yutaka preparan el pescado estilo tempura, que después de sumergirlo en aceite queda con la superficie crujiente. A este trozo lo acompañan con col, jitomate, pepino, una bañada de salsa de jitomate y con un ingrediente mexicano imprescindible: chile toreado.
De niño, Javier ayudaba con algunos quehaceres, como llevar tortillas, y dice que antes ni cucharas se necesitaban, porque las personas sopeaban con pura tortilla.
Recuerdos que también están en la memoria de Socorro Moriya. Ella llegó buscando trabajo al mercado San Juan de Dios, y encontró un lugar y mucho por hacer con el padre de Javier, a quien conoció cuando vendía pescado a un costado del mercado, en la calle José María Mercado, allá en 1950, en su puesto de madera. No existían estufas de gas y no tenían agua potable ni drenaje.
Entre sus labores como mesera y cocinera, el amor la atrapó con Takanobo Moriya, quien decidió bautizarse como Pancho Moriya. Un hombre cuyos padres, oriundos de Japón, llegaron a Mexicali por el conflicto bélico de los cuarenta, pero de ahí “lo echaron, porque los estadounidenses no querían ningún japonés cerca. Los corrieron y los treparon en trenes de carga hasta llegar acá”, cuenta “Soco”.

Entre caldos michi
En su local, “Soco” vigila el sazón de una olla de más de 15 litros, y repite la receta que aprendió de los mismos japoneses, así como otras más que las mujeres le compartieron, porque ella se adaptó a la comunidad. Sus ojos son rasgados y jocosamente dice que “fue porque no sólo conviví, sino dormí con un japonés”.
Ella sabe de primera mano la historia de cómo una familia quedó dividida por la migración. El hermano de su esposo, cuando bebé, lo enviaron sus padres a Japón pensando que regresarían. Jamás volvieron. Al niño lo adoptaron los tíos, sin que él supiera que su familia estaba en México. Con el paso de los años, su hermano Pancho Moriya, esposo de “Soco”, acudió a reencontrarse con él.
El negocio de “Soco” abarca más de 20 locales. Son varios acumulados de un metro de distancia. En un lado vende el caldo michi, un trozo de pescado sazonado al gusto con cebolla, cilantro y limón. Acerca de este platillo ella tiene su hipótesis: “¿Será mentira o será verdad? Había un gato que se comía el pescado y le decían ‘Michi, no te andes comiendo el pescado’”.
A Javier le contaron otra historia: que un cliente michoacano asistía con tal frecuencia, que le dejaron en su honor el diminutivo “Michi”.
Ellos cuentan su versión y el comensal sólo come, no escucha, está abstraído por el sabor que invade su paladar, el calor que genera el caldo caliente y el picor del chile.
“Soco” conserva desde revistas japonesas que narran la vida de esta comunidad hasta viejas fotografías y los tarjetones de “salud” que debían usar los migrantes que llegaban a México.
Como los papás de Rosita Teraoka, otra de las cocineras que conserva la receta del caldo de pescado. Su piel blanca contrasta con su cabello negro y lacio. Sirve una cucharada de caldo michi y sus hijos, que tienen local frente a ella, manejan con soberbia el wok donde preparan chop suey y tempayaki. Los dos junto a su madre conservan la tradición del abuelo, quien migró de Wakayama, Japón a México para pescar atún en Ensenada, Baja California, cuando la Segunda Guerra mundial le sorprendió en este país y lo mejor fue no regresar al punto del conflicto.
Rosita tiene dos nombres: uno occidental y otro japonés. Todos los migrantes japoneses y sus hijos al convivir con los clientes y comerciantes, en el mercado fueron rebautizados. A ella la bautizaron a los nueve años como Hiroko Teraoka en el mundo occidental. Su nombre le pareció complicado, así que le llamaron Rosa y le quedó Rosita de cariño.
Desde niña ayudaba en la pescadería. Cuando iba al mercado recuerda que el mejor pago era un refresco que apenas se vendía por aquellas épocas. Rosita convivió con los otros niños y niñas de migrantes japoneses, porque al llegar a Guadalajara, los propietarios de las pescaderías se agruparon para trabajar y también compartir la casa entre dos o tres familias.
“Me da un filete y un caldo”, grita un hombre mientras otro canta: “… Ah, como quien pierde una estrella”, arrastra la garganta y busca una moneda para comer, mientras en las bancas los comensales parecen que compiten por la mordida más eficaz.
El mercado San Juan de Dios es tan grande que no permite las envidias. Cada quien tiene sus clientes que buscan especialmente su caldo. Es el caso de Jorge Nakashima, quien cuida el cocimiento del trozo de pescado como lo hacía su padre, que primero llegó con un grupo de japoneses que trabajaban dos o tres años y luego regresaban a Japón. Vino en los años veinte para conocer México, ya tenía familia, y cuando estalló la guerra se quedó toda la vida.

Los valores del nipón
Con los japoneses que migraron a Guadalajara también viajaron sus costumbres e ideología. Jorge Nakashina admira los valores del pueblo nipón: “El japonés es muy recto. El valor de la palabra tiene mucho que ver y el respeto a las personas. Por eso la clientela los siguió, porque no se engañaba a nadie vendiéndole una cosa por otra”.
Cuando Jorge Nakashima habla de su padre (Mataki Nakashima), la mirada le cambia, sonríe, sus gestos no ocultan el profundo amor y admiración por su papá, al que califica como un hombre honesto y muy trabajador. Lo mismo hacen los otros descendientes de estos migrantes, que admiran de sus abuelos y padres su persistencia para adaptarse a otra cultura.
Jorge Nakashima, cuyo apellido significa Naka (dentro de algo) y Shima (isla), lleva su mandil pulcro todo el tiempo que atiende su negocio y admira cómo los migrantes japoneses superaron obstáculos como el idioma.
Javier Yutaka narra que las primeras familias que llegaron a Guadalajara fueron la Terasai, Seki, Nagatome Ohara, Moriya-Susuky, Teraoka-Yogogawa, Teshiba-Gohara, Yamamoto-Okazaki, Nakashima, Azano-Moritani, Shiguematsu, Hirata, Yanagui y Tomatani. Ahora la segunda y hasta tercera generación siguen la fórmula de sus abuelos y preparan caldo michi y filetes de pescado.
Él se imagina qué hubiese pasado si sus padres se hubieran quedado en Japón. Pero está profundamente agradecido, como estaba su papá: “él estaba enamorado de este país. Él se sentía mexicano”.
Estas familias migraron, trabajaron y enviaron dinero a quienes se quedaron en Japón. Ahora sus descendientes hacen historia en Guadalajara. Cada cucharada de caldo michi es un viaje a su pasado y a su cultura de ultramar.

Artículo anteriorEnrique Olmos de Ita
Artículo siguienteRápidos y furiosos