Tres horas sin cadáver

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081020 ciudad y region alrededor de las 11:20 AM se registro la volcadura de una camioneta marca FORD, LOBO, con placas JP73-606, en la carretera a chapala en el retorno del hotel tapatio viniendo del lago, el conductor Oscar Preciado Gaeta de alrededor de 45 a–os, resulto gravemente herido, el menor Briam Eduardo Preciado Garcia de 6 a–os con lesiones severas y perdio la vida Maria Elizabeth Garcia Vera de alrededor de 35 a–os quien tenia un embarazo superior a los 6 meses de gestacion. foto giorgio viera.

Los “29” son su trabajo. El número de la muerte. Es una forma neutra para no decir nombres, vidas y sueños truncados. Por radios de telecomunicación les anuncian cuántos “29” hay que levantar. Entre el 28 y el 30 están los vivos, los muertos a la mitad. Con ese número clasifican a los inertes. En un mapa cerebral, ordenan sus ideas y buscan la ruta más fácil para llegar por el “29”. Son los choferes y camilleros del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses (IJCF). Sus fuerzas y concentración las dedican para llegar a tiempo, levantar al muerto, recopilar pistas y llevar el cadáver al Servicio Médico Forense, donde lo esperan los cuchillos y formol para la necropsia.
Es martes por la noche. Tengo la vida encima. No hay “29”. Sin muertos, los choferes y camilleros se relajan. Cuando llegan a la escena del crimen acordonan la zona. Una cinta de plástico que reza “prohibido pasar” divide a los chismosos de los cadáveres. Después señalan cada evidencia: zapatos, huellas, gotas de sangre, residuos de masa encefálica, armas de fuego, rastros de llanta quemada en el suelo, libretas con notas póstumas y hasta teléfonos celulares. Todo debe hacerse conforme al Código de Procedimientos Penales. Las huellas dactilares son claves para la investigación. Tomar huellas tiene su ciencia y maña. Por ejemplo, cuando el cadáver tiene rígor mortis, el camillero del IJCF debe darle un masaje, abrirle los dedos para tener sus huellas en una impresión de calidad.
El levantamiento de pruebas depende del caso. Los suicidios son los más sencillos. La mayoría de las veces sólo encuentran al cadáver de forma vertical, un lazo y una nota póstuma. Pero en una ejecución pública con 24 casquillos a tres cuadras de distancia, el trabajo se complica.
Entre los estadounidenses y los mexicanos hay diferentes formas al trabajar con la muerte. Las series policíacas y de medicina forense hicieron famosos a los primeros. Los americanos marcan con un gis el contorno del cadáver porque primero levantan el cuerpo. En México es al revés, lo último que se levanta en la escena del delito es el cadáver.
Me cuentan sus historias. Son más de siete hombres que hablan y dan detalles. Me piden que marque mis huellas en una caja, después aplican polvo y un gel que captura la huella en el plástico. Ni modo, si pensaba asesinar a alguien ahora el IJCF tiene mi registro. Sigo en la espera de que alguien llame para decirnos que hay un muerto que recoger, acompañarlos y contar paso a paso la maniobra mortuoria. Nada. Nadie murió violentamente en Guadalajara mientras estuve ahí. Una parte de mí lo siente como un fracaso, pero otra agradece que sigan vivos por lo menos en estas horas. No soportaría la imagen de un cuerpo mutilado, prensado o yacente en la banqueta por un tiro. Soy el perfecto ejemplo de población común: temo a esas imágenes, pero mi inconsciente lleno de morbo desearía tener la fuerza para salir, ver con tranquilidad las escenas sangrientas, devorar cada detalle del cuerpo destrozado… pero el consciente sale al rescate. Y hago lo socialmente aceptado.
Sin muertos, los vivos hablan. El jefe de guardia de Criminalística, Arturo Cisneros Cuarenta, disecciona su historia. Desde hace 14 años trabaja ahí, 24 horas por 72 de descanso. Está sentado y a su lado hay una bicicleta con el manubrio destrozado que llegó a medio día, su dueño murió atropellado por un minibús de la ruta 61. “La bici sangrienta”, como la apodaron, tiene una capa de residuo hemático. Me revuelve el estómago, me dan ganas de llorar, y construyo una historia con rostro y voz. Es un niño de 13 años que murió en Las Juntas, al día siguiente no levantó la mano para decir “presente” cuando su maestro lo nombró en clases, su mamá tiene los ojos hinchados por intentar revivirlo con lágrimas. Sigo pensando en el niño ausente. Los choferes y camilleros del IJCF me dicen que eso que pienso es justo lo que evitan. Ahí todo es trabajo. Pero reconocen que con los niños no cumplen esa regla.
Los chiquillos y los conocidos son la debilidad. Les pregunto si alguna vez recogieron el cadáver de una persona que frecuentaban. “El Cuarenta” dice que sí. Cuando se acercó reconoció el rostro de un anciano tirado en la calle y sus compañeros le preguntaron “¿Lo conoces?”, mejor se alejó del lugar. Ese día, por su nexo, lo vio todo a la distancia.
David González Estrada, comisionado del área de criminalística del IJCF, llena a mano la bitácora de trabajo cuando es su turno de hablar. Las moscas le apasionan. Las cucarachas, las arañas y los gusanos le dan pistas del tiempo de descomposición de un cadáver. Como entomólogo “yo y los bichos somos uno mismo”. Lanza esa afirmación y una mosca ronda, nos molesta.
Su paladar es gourmet. Le gustan los buenos vinos y los quesos. Pero entre cada autopsia abandonó por un tiempo sus aficiones culinarias. Dejó de comer queso, porque el olor es exactamente igual al de los cadáveres putrefactos. Él leía en los manuales para describir a los cuerpos inertes: “cuerpo con un fuerte aroma a queso añejo”. No lo creía. El día que le sirvieron un plato con la rebanada de queso recordó cuando el cadáver está en la plancha. Ni se diga del queso azul, para este criminalista el olor es casi exacto a la putrefacción humana. Cuenta sus desventuras en la cocina y mientras, en otro lugar de la oficina, un criminalista ve en su computadora las fotografías del niño de la bicicleta. No me atrevo a ver la cabeza destrozada bajo la llanta. Desde lejos, sólo veo siluetas de la muerte. La espera. Casi tres horas y nada. Ningún “29”.

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