Sobre la furia de la Tierra

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Lo que el poeta ve en los volcanes, de acuerdo a Alfonso Reyes, es el “reverberar de la luna en la nieve”, ese “recortarse sobre el cielo el espectro de Doña Marina, acosada por la sombra del Flechador de Estrellas”. Si eso es lo que ve el poeta, de acuerdo al mismo Reyes, los conquistadores vieron deslumbro, pues cuando los hombres de Cortés asomaron sobre el orbe de sonoridad y fulgores, contemplaron el “espacioso circo de montañas”. Así son los volcanes: colosos que se yerguen esplendorosos, sin embargo también son montañas de fuego que con rabia y coraje invaden la tierra, se comen el cielo y escupen fuego.

El miércoles 21 de enero, el volcán de fuego El Colima explotó. Una nube que crecía como el cielo se propagó en el espacio, subió más de cuatro mil metros de altura: la postal hace recordar los paisajes pintados por el Dr. Atl en su aventura con el Paricutín. Se dice que la última vez que el volcán El Colima hizo erupción —hace 102 años— la fuerza fue tanta que las cenizas llegaron hasta Saltillo, Coahuila.

En aquel lejano 1913 el cielo se oscureció por horas. Raymundo Padilla Loza, jefe político de Zapotlán el Grande, relataría sobre el suceso: “Se escuchó un rumor subterráneo seguido de una detonación, levantándose en el espacio una hermosa nube de incalculable magnitud… a las 2:00 pm densas nubes habían invadido el horizonte… produciendo las más tenebrosas tinieblas”.

Las pinturas que el Dr. Atl realizó durante su estadía en Michoacán, reflejan ese universo expectral: cielos teñidos de naranja y nubes oscuras, con ríos de lava. Ese escupir de estrellas fugaces, que nacen de las entrañas del mundo, y que son impulsadas por los aires y caen como lluvia a la tierra. Gerardo Murillo se trasladó al Paricutín cuando éste se encontraba a mitad de su actividad y lo hizo sólo para cubrir su necesidad de contemplar la belleza de un coloso que nace y que lo orilló a adentrarse en la ciencia, esa inspiración para responder la pregunta: ¿Cómo nace y crece un volcán?

Los volcanes en el arte cuentan con una infinidad de capítulos (Jorge Obregón, Dr. Atl, Luis Nishizawa, José Guadalupe Posada, Saturnino Herrán), y tal vez tenga que ver con el antecedente eterno de pintar y vislumbrar el paisaje, a la necesidad de explorar caminos que muestran luz y espacio. La relación entre artista-volcán radica en descubrir facetas (serenidad/furia), por eso contemplar un volcán tal vez es conocer la tierra, la nieve, el cielo. Es, como quedaría titulado el grabado de José Guadalupe Posada, “corazón de lumbre y alma de nieve”.

Para José Revueltas un volcán arroja el material con el que se hizo el mundo. En su crónica “Un sudario negro sobre el paisaje” (A ustedes les consta, Antología de la crónica en México de Carlos Monsiváis), dice que lo que queda luego de la erupción es “un polvo negro que no pica en la nariz, un polvo singular, muy viejo, de unos diez mil años. Con ese polvo tal vez se hizo el mundo; tal vez las nebulosas estén hechas de él. Y los peces también, quizá, aquellos de los primeros grandes mares”, por eso mismo los propios volcanes son pintores de su entorno, dibujan fumarolas en el cielo de vapor de agua, o pintan el cielo de día con la oscuridad de una noche eterna con cenizas.

Los volcanes son arquitectos del mundo. Para el artista son esa serenidad de quien resguarda a una doncella mientras vigila su sueño, recostada en el horizonte. Son analogías de hombres que esperan el tiempo futuro en la agonía del corazón. Los volcanes son leyendas que retornan al mundo en ciclos de cien años, son guerreros convertidos en un tumulto de tierra, con un cráter bien definido, que se mantiene encendido durante la eternidad; son esos colosos que enamoran a los poetas, son esos vigilantes de la vida que son retratados por pintores. Son escritores del destino que posan para los ojos de mortales y que traen la furia del génesis de la tierra.

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