¿Por qué nos gusta lo que nos asusta?

1222

Es tiempo de confesar una verdad innegable: a todos nos gusta que nos asusten de vez en cuando. En el cine, con los amigos, triturando lentamente la mano de la persona sentada a nuestro lado mientras somos presas del nerviosismo; en un juego mecánico de carritos, espectros y fantasmas en la feria; en obras de teatro, en programas de concursos y fiestas otoñales donde todos son brujos, quimeras y pesadillas de carne y hueso por una noche; en casas abandonadas, cementerios violentados o inocentes cuartos oscuros que devienen terroríficos infiernos al encontrarlos repletos de cojines en la pijamada en casa de un amigo. En todas partes el miedo nos acecha porque, inevitablemente y en circunstancias controladas, así lo queremos.
Amamos el miedo controlado, por lo que siempre gustamos de acompañarlo con risas y anécdotas una vez que pasa. Esto se debe a que, a pesar de ser criaturas que por naturaleza evitamos el sufrimiento, de vez en cuando necesitamos un fuerte contraste emocional para dar más valor a sensaciones que nos resultan cotidianas, como la alegría, la tranquilidad y el alivio. De esta manera, y a consecuencia de la contradicción, somos capaces de sentir con mayor intensidad una emoción a la cual nuestro cuerpo, de cierta forma, ha devenido un poco inmune.
Lo que sucede dentro de nuestro cuerpo al momento de sufrir un fuerte susto es que nuestras glándulas suprarrenales secretan una hormona conocida como adrenalina. La sangre, al verse invadida por ésta, aumenta su concentración de glucosa, por lo que instantáneamente nos sentimos más alertas. Al mismo tiempo las arteriolas (pequeños vasos sanguíneos que liberan sangre hacia los capilares) se inflaman y constriñen las arterias, lo que provoca un fuerte aumento en la presión sanguínea. El ritmo cardiaco se eleva y esto tiene como consecuencia que nuestra respiración devenga agitada y que nuestras pupilas se dilaten, porque nuestro cuerpo “asume” que necesitamos una mejor visión para sobrevivir al peligro.
Luego de unos momentos, la sangre cargada de adrenalina llega al cerebro, estimulándolo para que éste, a su vez, ordene a las glándulas suprarrenales la producción de otra sustancia importante: la dopamina. Esta secreción es la verdadera culpable de que, una vez pasado el susto, queramos repetirlo y repetirlo y repetirlo, eso sí, con mayor realismo y fuerza en cada ocasión. El motivo químico de esto es la dopamina en sí, pues, a pesar de que es naturalmente producida por el cuerpo de todos los vertebrados e invertebrados, es una sustancia adictiva.
La dopamina funciona como neurotransmisor de una zona del cerebro conocida como sustancia nigra (que a su vez es parte del mesencéfalo); dicho en otras palabras, la dopamina es un medio de conducción para las descargas eléctricas que se generan entre las neuronas —como podría serlo el agua de una bañera para la electricidad entre dos cables—. Pero la diferencia entre la dopamina y cualquier otro neurotransmisor es que ésta produce una sensación de bienestar al enviar los impulsos eléctricos ligeramente alterados, por lo que, por un breve lapso, nuestro cerebro nos hace un poco más intrépidos, aunque sólo a percepción nuestra.
Por supuesto, la adrenalina y la dopamina, como todas las sustancias químicas que alteran la percepción, tienen grandes inconvenientes a pesar de ser naturales. Es, por tanto, posible hacer que una persona literalmente se muera de miedo, ya que tanto la adrenalina como la dopamina provocan alteraciones cardiacas graves, como arritmia o taquicardia, las cuales, en un corazón débil, pueden causar fallo respiratorio, paro cardiaco y, consecuentemente, la muerte.
Irónicamente lo que no nos mata puede, en dosis y en momentos adecuados, salvarnos la vida. Una dosis de adrenalina es capaz de regular un corazón a punto de entrar en paro cardiaco. La adrenalina, a causa de que aumenta la respiración, también se usa médicamente como control en casos severos de asma (que no en los más comunes, donde los esteroides del nebulizador bastan para hacer el trabajo), y la dopamina en su forma médicamente sintetizada (o noradrenalina), se administra como medicamento de control para una serie de padecimientos, ya sea como relajador intestinal o, nuevamente, como bronco dilatador.
Somos, pues, adictos a las sustancias y a las consecuencias de nuestros propios cuerpos, y nos gusta sentir terror no sólo porque la dopamina nos hace psicológicamente menos vulnerables, sino porque apreciamos mejor nuestra vulnerabilidad y nuestra alegría cuando las ponemos en contraste con un poco de terror. Como el Buda hace miles de años, reconocemos mejor lo bello luego de conocer el sufrimiento, y eso no significa que seamos masoquistas: simplemente nos comprueba humanos. Nos sentimos un poco más vivos cuando vemos más de cerca a la muerte, y nos sabemos un poco más valientes sobreviviendo a pequeñas dosis de horror.
La próxima vez que nos neguemos a abandonar la sala de cine en la parte más aterradora de la más reciente entrega de nuestra saga favorita de terror, o cuando seamos los primeros valientes en entrar a la casa del miedo, sabremos a qué se debe esto. Ser humanos es sentir al menos una vez en nuestra vida el miedo, el horror, el terror. Celebramos el miedo porque no queremos temerle, pero en el fondo de nuestro corazón, y de nuestras glándulas, la verdad es que nos encanta.

Artículo anteriorJaffo
Artículo siguienteSobre filosofía