Poe cuervo de sí mismo

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Recordamos la pena y las lágrimas negras del genio de la mirada de abismos y el aliento a láudano y alcohol. El hombre que bebía por locura, enloquecía por tristeza y la tristeza era siempre el ave dormida en el alféizar de su semblante parco y atractivo. Con sus ropas negras de todos los días, ajadas y sucias; con su piel avejentada, Poe, el gran poeta, decidió sacrificar su felicidad por tener suficiente terror en la cabeza como para atreverse a escribir aquello que otros no se atrevieron siquiera a imaginar.
Edgar Poe, a quien después conoceríamos por el apellido de su padrastro, John Allan, nació el 19 de enero de 1809 en la vieja ciudad de Boston, Massachusetts, al suroeste de los Estados Unidos. Se crió por un corto periodo entre las bambalinas de los teatros en los que actuaban sus padres, Elizabeth Arnold y David Poe, quienes interpretaban a Shakespeare por herencia de los abuelos de Edgar por parte de su madre, dos actores ingleses del Convent Garden en Londres. Tras la desaparición de David, el pequeño Poe y su madre se trasladan a Virginia, donde Elizabeth muere antes de que su hijo cumpla los tres años de edad. Él y su hermana Rosalie son inmediatamente acogidos en dos casas distintas, hecho que conduciría al joven poeta a las manos de su primera musa, su segunda madre, la esposa de un comerciante adinerado, Frances Allan.
Como sucedió con todas sus mujeres, la relación entre Frances y Poe sería tortuosa y arcana, pero mucho menos que la de su primer amor de cuerpo y corazón, el cual Poe experimentaría por una chica a la que la historia recuerda únicamente como Helen. La niña Helen quiso pronto que aquel joven de 15 años abrazara su responsabilidad de hombre y lo obligó a enamorarse de ella. Fue un amor de voz baja, de cartas escritas en verso, de manos y de labios que apenas se rozaron durante media vida. Luego, como el viento se lleva los restos triturados de un cadáver seco, la muerte, esa vieja amiga del poeta, se llevó para siempre a su amada hasta el abrazo de tierra húmeda y gusanos gordos y carnívoros. El fallecimiento de Helen, de 30 años de edad, marcaría para siempre el destino de Edgar Allan Poe como escritor, de manera que luego de esto el poeta enamorado devendría el narrador mortificado que hoy en día todos disfrutamos y tememos.
A partir de ese momento, la existencia de Edgar no fue vida propiamente dicha, sino una continuación incidental de cuitas, un retrato de un ser lúgubre en constante decadencia, cuya única alegría provenía de frustrar su propia felicidad. Tras una educación fragmentaria y accidentada que terminaría con deudas monetarias, riñas familiares, separaciones y noches soñadas dentro de los cuellos de varias botellas, Poe buscaría una nueva madre para llenar el vacío que le había provocado alejarse de Frances Allan. Encontró a su figura maternal en la de su tía Clemm, con cuya hija de trece años se casaría el oscuro cuentista para complementar su imagen de hito gótico romántico, con un toque de incesto y perversión.
Virginia, más prima que esposa, no sería su última mujer, pero sí la más importante. Marcaría el principio de la locura de Edgar así como el perfil de su arquetipo de mujer; su arquetipo de fantasma confundido, de vampiro melancólico y de muerto andante que como Lázaro regresa triste y vengativo de la tumba, por jamás haber pedido la resurrección. Virginia fue su hija, su amante y su amiga, pero al enfermar de muerte se convirtió en el hada verde y juguetona que se llevaría consigo a la tumba la última fibra de cordura de la mente de Poe. Hubo otras después, por supuesto: una Mary Devereaux, que fue su amiga, y una menos importante, Frances Osgood, ambas poetisas maduras y ambas entregadas al morbo del espiritismo que identificaba a los miembros de la comunidad literaria de la época. Pero Poe, como los griegos de antaño, tuvo sólo un par de musas de verdad, de piedra y de carne. Por eso amó a su propia Helena sin Troya, con todo el dolor de una muerte joven e imprevista y de un amor que nunca se menciona, y por eso amó a su Beatriz-Virginia que se convertiría en su Berenice y en su Ligeia unos cuantos años más tarde.
Ya miserable, pobre, desempleado y devastado por la muerte de su esposa y la de su padrastro, quien le había negado el derecho a reclamar su herencia, Poe se ganó su lugar entre las pléyades con su famoso y aclamado El cuervo, poema tan obsesivo como musical, que únicamente le sirvió para culparse por la muerte involuntaria de todas las mujeres de su vida. Es en las aliteraciones y en las repeticiones de su cuervo parlanchín y de mal agí¼ero donde se conjugan los frutos de sus otros versos; donde vemos partes de un Al Aaraaf trabajado al punto de la perfección y al mismo tiempo fragmentos de un Para Helena bien acabado y sincero. Es allí, cuando leemos entremedio de sus nothing more, sus nevermore y sus Lenore, donde volvemos a apreciar su Annabel Lee aunada a la musicalidad africana de su Ulalume. Pero también es allí donde el hombre detrás del poeta comienza a morir.
Aquel que temió a la soledad murió solo el día 13 de octubre de 1849 durante la madrugada, lejos de todos sus amigos, recordando en alucinaciones a sus personajes en las entrañas de un hospital. Aquel que temió al desamor no pudo amar a nadie por el tiempo de una vida entera y se perdió, como más temía, bajo la tapa de un ataúd. Aquel que temió a la muerte y a la agonía, agonizó por diez días antes de exhalar en un último suspiro sus palabras terminales: “Que Dios ayude a mi pobre alma”. Él, con su abrigo negro y ajado por riñas y tristezas; el de la mirada y el rostro viejos, el de los ojos de infinito negro y negro pero noble corazón, decidió sufrir su vida entera para poder conocer el terror y la muerte, el miedo y todo ese dolor que lo siguió hasta la tumba.

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