Pobreza y educación crítica

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La desigualdad económica es una manifestación adyacente del sistema neoliberal, la cual ha producido una profunda pobreza en México y, en general, en los países subdesarrollados. La riqueza generada por el fenómeno de la globalización sigue concentrada en pocas manos, mientras la pobreza es un acontecimiento que atañe a millones. Tan sólo en nuestro país alrededor de 47 por ciento de la población vive en condiciones de pobreza.
Para entender lo anterior hay que recordar que México ha experimentado una serie de cambios estructurales, inducidos desde instituciones internacionales como el FMI y el Banco Mundial; transformaciones que se vienen dando desde la década de los ochenta, lo que ha generado un efecto importante en la pobreza y la distribución del ingreso.
Para no irnos muy lejos, basta decir que en los once meses del actual gobierno de Felipe Calderón, la canasta básica se encareció 34.17 por ciento, lo que significó un incremento de 7.5 veces más con respecto al último aumento salarial.
Hasta aquí es conveniente dejar de citar datos sobre la pobreza. Este fenómeno social existe y se puede seguir documentando ampliamente. Sin embargo, es pertinente ahora reflexionar sobre lo que se debe y puede hacer, para ir revirtiendo dicha situación.
De todas las posibles medidas que se pudieran instrumentar para poner freno a la pobreza, hay una en la que nos detendremos y que tiene que ver, precisamente, con las universidades. Me refiero al asunto de la educación. Abatir la desigualdad y la pobreza desde el campo educativo, es una solución de largo alcance, que fortalecería la estructura social del país.
La educación es un camino liberador y participativo, que le provee a la sociedad los elementos necesarios para ser competitivos en el mercado laboral, y evitar así situaciones de exclusión social. Además, la educación proporciona capacidades individuales y colectivas de discernimiento, a la vez que favorece la maduración de la sociedad, como sujeto social demandante y crítico. En otras palabras, la educación libera de la ignorancia, de la explotación, del miedo, y obviamente puede liberar de la pobreza.
En esta perspectiva, el valor de educar y ser educado, cobra entonces una importancia estratégica. Las universidades tienen muchos retos, entre ellos, brindar la máxima calidad en los programas académicos, para formar profesionistas competitivos y generadores de conocimientos; pero a su vez, otro reto es formar profesionales comprometidos, no sólo con su desarrollo personal, sino también con la comunidad y el país del cual se es parte.
Lo anterior significa que las universidades debemos educar para el progreso, para la justicia, para la democracia. Las instituciones públicas tenemos que ir formando generaciones con vistas a construir una sociedad informada y formada, sobre todo en el campo de los derechos. Nadie puede negar que el problema de la desigualdad, y su consecuente pobreza, tiene una relación directa con la actual crisis en los derechos humanos. Por eso, a mayor educación crítica y con sentido humano, menores serán las posibilidades de que se vulneren los derechos ciudadanos.
Poniendo acento en el campo de las ciencias sociales, los profesionistas estamos obligados a realizar los mejores estudios e intervenciones con los grupos más desprotegidos, pero a su vez estamos obligados a seguir educándonos y a educar junto con la gente, en la perspectiva de fortalecer a la ciudadanía y movimientos sociales específicos. La educación de calidad y la educación crítica no tienen porqué estar peleadas. Ambas hacen una fórmula indispensable en el fortalecimiento de los cimientos de la sociedad.
Como promotores del desarrollo social y humano, hay que seguir incidiendo en el abatimiento de la exclusión, hay que incorporar autogestivamente a miles de familias a los circuitos del progreso. Eso implica, como parte de las tareas educativas, denunciar los mecanismos opresores del sistema y ser inteligentes en el diseño de programas de desarrollo. Los asistencialismos y los súper programas diseñados desde las altas esferas, no buscan la transformación social, buscan paliar los grandes desperfectos de la política económica neoliberal de nuestros gobiernos.
En nuestro tiempo, la máxima del capital nacional y trasnacional es la expansión y consolidación de sus empresas, a costa de lo que sea (incluyendo los bajos sueldos y la subcontratación), pues entonces, desde nuestro campo, la máxima debe ser optar por la ciudadanía y apostarle a un desarrollo equitativo y solidario.
Sabemos que la educación pública en México no goza de las simpatías de los últimos gobiernos, por eso se ha recortado o, en el mejor de los casos, se ha estancado el presupuesto para las universidades. Hoy el estado de bienestar social que buscaba atender las demandas de las mayorías ha dado paso al estado de bienestar empresarial, apostando más al despliegue de la educación privada.
Las élites saben que para mantener sus privilegios necesitan reproducir sus cuadros; en otras palabras, las élites saben que su desarrollo también es una cuestión de educación, y por eso confían más en las universidades de élite. Así como nosotros podemos pensar que la pobreza puede ser atacada desde la educación, ellos consideran que la riqueza se puede conservar también con educación. Entonces, la educación sí resulta ser un medio privilegiado para el desarrollo.
El punto entonces es qué tipo de educación debe prevalecer. Una educación individualista, funcional al sistema y reproductora de los mecanismos de exclusión, o una educación humanista, transformadora y generadora de riqueza desde una perspectiva de equidad. Creo que todos pensamos que es más pertinente la segunda, dadas las condiciones de desigualdad y pobreza que prevalecen en México.
Riqueza con equidad o un país sin pobres no es de ninguna manera una utopía.

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