Pitol ha tenido su visión

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Confiamos, además, en que las cosas
conserven sus propiedades.
Alejandro Rossi (Manual del distraído)

¿Por dónde comenzar a escribir sobre Sergio Pitol? De entrada me pregunto si será un escritor de algún modo inclasificable. Y esto inclasificable se debe, me parece, en gran medida a la escritura de El viaje, El mago de Viena y El arte de la fuga, una especie de trilogía-autobiográfica que mezcla sin tapujos —más bien con todo desparpajo y sobriedad— varios géneros: ensayo, crónica, cuento, y esos divertimentos (“breves fabulaciones” las llamó Carlos Monsiváis) en que se convierte un texto cuando se goza y hace gozar al lector como si lo hiciera reír hasta desternillarse y sin importar su extensión y atributos. “No es fácil hablar de Pitol, y no lo es porque es de los escritores que, junto con sus cuentos y novelas (y ensayos y crónicas y diarios de viaje), ofrecen, inseparablemente, su poética… donde un mismo escritor es a la vez el maestro y el ejemplo”, escribe Christopher Domínguez Michael en su Diccionario crítico de la literatura mexicana.

Vayamos por partes. Pitol (1933), huérfano aún joven de padres y criado por su abuela en un ingenio azucarero en Potrero, Veracruz, pronto se convertiría en un viajero. Esa es una primera aproximación a su figura: es un viajante, un observador, un cosmopolita, un autor que se movía a caballo entre la admiración del mundo y su reseña para no olvidarlo. Y El arte de la fuga (1997), como sus cuentos y aquella primera novela El tañido de una flauta (1972), lo ejemplifican. “Durante años utilicé los escenarios por donde fui desfilando como un telón de fondo frente al cual mis personajes confrontan con otros valores lo que son o, más bien, lo que imaginan ser”, reseña Pitol en el ensayo “El narrador” de El arte de la fuga.

Trópico, selva, fiesta, carnaval en Potrero y Huatusco, Veracruz: ese fue su primer escenario. En el ingenio azucarero, “a los breves intermedios de actividad corporal sucedían largos periodos en que las fiebres palúdicas, las malignas tercianas, me reducían a la cama. Mi único placer provenía de la lectura”. Leyó, sin distinción ni amedrentamiento, lo que cayó en sus manos: todo Verne, La isla del tesoro, El llamado de la selva y Las aventuras de Tom Sawyer; las novelas de Dickens y luego el Ulises criollo de José Vasconcelos, La guerra y la paz, los poetas mexicanos del grupo Contemporáneos, Freud, Proust, D.H. Lawrence. Más adelante Carpentier, Onetti, Borges, Faulkner, ingleses, italianos, rusos, polacos, chinos, etcétera. Recluido, enfermo y postrado, su único contacto con lo real eran los libros y aquellas incesantes e inacabables conversaciones de su abuela con su cuñada, sus amigas de edad y su casi centenaria nana.

La formación de un escritor es distinta en cada uno. Y las motivaciones para la escritura derivan de un primigenio apego al mundo y su devenir. Si hay un punto en el que alguien decide escribir, se debe únicamente a sí mismo, a sus circunstancias y a esa urgencia de decir lo que se quiere. O, en algunos casos, lo que se debe. En Pitol no es difícil rastrear esas pistas. Escribe en ese citado ensayo de El arte de la fuga: “Si a la acumulación de lecturas escasamente digeridas se agrega el incesante flujo de literatura oral que pretendía mantener la casa alejada del presente, y por lo tanto de la realidad, nada tiene de extraño que en un momento dado pasara de la categoría de lector a la de aspirante a escritor”.

El paseo, el viaje
“Abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle”, escribe Robert Walser cuando da comienzo al paseo que lo llevaría a maravillarse en su salida, a enumerar personajes y objetos y a consignar por escrito aquella jornada en El paseo (1917). De modo semejante, Pitol abandonó el cuarto de los escritos: “El impulso de viajar, después de mis primeras salidas, en vez de atenuarse se volvió obsesivo. Inicié el año 1961 con una sensación de fastidio. Me sentía harto de mis circunstancias. Yo me sentía arrinconado en México… vendí casi todos mis libros y algunos cuadros y me lancé al camino. A mediados de junio (de 1961) me embarqué en Veracruz, y crucé el océano”. Londres, París, Roma, Varsovia, Venecia, Moscú, Barcelona…

Es un viajante, un viajero —que no un turista. Siempre atento a ese continuo transcurrir de los olvidos y los recuerdos que es el tiempo y que, de no mediar la escritura, “anula la voluntad de fijar para siempre una sensación en la memoria”. Se dice que cada quien escribe de lo que conoce. Y en Pitol esto se ha vuelto magma, capa, superficie y corazón. En El arte de la fuga consigna: “León Tólstoi anotó en sus diarios que sólo podía escribir sobre lo que había conocido y vivido personalmente. Su obra admirable se nutre de las experiencias que almacenó en su vida; es una especie de biografía paralela”.

Cuenta que tras su estancia en Venezuela y después en Roma vivió por primera vez la experiencia intransferible inserta en la creación. “Como Tólstoi, sólo puedo escribir sobre lo que he vivido. Mis narraciones han sido un cuaderno de bitácora”. Publica su primer libro de cuentos, Tiempo cercado (1954), “relatos cuyo tono sombrío y rigidez de recursos poco se conciliaban con la exuberante naturaleza de la que surgían. El ángel tutelar de aquella época fue William Faulkner, cuya Yoknapatawpha intentaba yo recrear entre cafetales, palmeras y oscuros ríos tropicales”. Después vendría la soberbia El tañido de una flauta.

“Basta por completo con que yo mismo sepa lo que soy, y con que sea yo mismo el que mejor informado esté sobre mi persona”, reflexiona Walser en El paseo. Viajero, escritor y traductor, quizá estas sean las etiquetas mayores de Pitol. Porque el también autor del Tríptico del Carnaval (El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal) le ha restado horas y días a su obra para dedicarse a la traducción. En cuatro décadas casi un centenar de libros ha vertido al español del inglés, el francés, el chino, el polaco, el italiano y el ruso; seis lenguas que, de algún modo, Pitol ha emparentado con el castellano, porque “la traducción suprime las diferencias entre una lengua y otra”, como subraya Octavio Paz en “Literatura y literalidad” (El signo y el garabato, 1973).

Entre otras, ha traducido obras como Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski; Diario argentino y Cosmos, de Witold Gombrowicz; Los papeles de Aspern y Washington square, de Henry James; El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad; El volcán, el mezcal, los comisarios, de Malcolm Lowry y Las excentricidades del Cardenal Pirelli, de Ronald Firbank. Ese ejercicio literario lo ha llevado por los terrenos de la invención, de la reelaboración de textos que al ser develados en castellano dan a luz otros textos, nuevos, distintos, aunque no enteramente originales; se trata de “producir con medios diferentes efectos análogos”, según decía Paul Valéry.

Como viajero, como escritor, como traductor, como conocedor de la literatura y practicante del paseo por el mundo al modo de Walser, Pitol ha tenido su visión. Así lo escribe al final de “Todo está en todas las cosas” de El arte de la fuga: “Recordé una frase que está al final de Al faro (novela de Virginia Wolf): ‘Sí, también yo he tenido mi visión’”.

De Pitol, como alumno y maestro al mismo tiempo en el ejercicio literario, es posible ver ya la estela que va dejando tras sus letras. No hace falta que falte para ello.

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