Once años en el Norte

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Localizado entre las ciudades de Kingston y Jacksonville, a 100 millas al sureste de Raleigh, capital del estado de Carolina del Norte, el pequeño poblado de Pink Hill se ha convertido desde hace varios años en fuente de empleo para cientos de migrantes que llegan a trabajar en la porcicultura. Hasta Atlanta, Georgia “se escucha que aquí en Pink Hill hay muchas marraneras y mucho trabajo. Lo mejor de este empleo es que es seguro, aunque mal pagado. No es como en la construcción, que puedes ganar 12 dólares por hora. Por eso algunos migrantes no aguantan por acá”, constituye la queja generalizada de los indocumentados guatemaltecos que laboran en varias granjas porcícolas de la zona.
Francisco y sus dos hermanos, Julio y Carlos, trabajan en la granja porcícola Clayhill, localizada en Pollocksville, a 45 millas de Pink Hill. El horario de trabajo parece no ser tan duro, aunque las actividades que realizan desmienten las horas que laboran en la marranera. La jornada comienza a las 7:30 y concluye a las 13:30 horas, de lunes a viernes, y cada 15 días deben trabajar también el sábado y el domingo. “Nadie entra y sale de la marranera sin bañarse. La ropa que utilizamos se queda aquí”, y ahí mismo la lavan. Cuando alguien usa ropa distinta a la que proporciona la granja, sabe que tendrá que dejarla. Incluso los visitantes, como fue el caso de quien escribe estas líneas, no escapamos al baño y al cambio de indumentaria, que consta de overol, botas de hule, mascarilla, guantes y gorra.
“En un trabajo como este no es necesario presentar documentos legales. Aquí te reciben papeles falsos. Los patrones saben que lo son, pero los aceptan”.
En Clayhill se emplea la familia de Carlos, su esposa Lily y sus dos hijos, Josué y Rogelio. Todos originarios de Pajapita, San Marcos, Guatemala. La cifra lo dice todo: deben atender a tres mil 500 marranas.
Julio, de 44 años de edad, llegó a Estados Unidos en mayo de 2006. Cruzó por Reynosa, Tamaulipas, nadando por las corrientes del río Bravo. Su trayecto le costó 4,500 dólares desde Guatemala a Pink Hill. Pagó dos mil dólares por llegar a Reynosa. El resto de la “paga” cubrió el segundo tramo hasta Carolina del Norte. “Un ‘pollero’ nos trajo de Guatemala a Reynosa. Otro se hizo cargo del cruce, y uno más nos llevó hasta Houston; ahí fue el último cambio. Varios coyotes se encargan de venir a repartir a cada grupo”. En Guatemala dejó a su esposa y a sus cuatro hijos, un varón de 14 años y tres mujeres de 13, 10 y siete años. “Yo estoy aquí, pero mi corazón está con mi familia.Los dólares no hacen que dejes de extrañar”. Se atraganta la saliva mientras intenta disimular un poco su nostalgia. “Yo sé que se gana mejor en la construcción, pero aquí el trabajo es más seguro. Son 7.40 dólares por hora. Es lo que gano en Guatemala en un día”.
Julio manda a Guatemala entre 300 y 400 dólares cada 15 días. “Me cobran 10 dólares por envío”. Sus remesas forman parte de los casi cuatro mil millones de dólares que ingresan a Guatemala anualmente y que representan el 11.7 por ciento del producto interno bruto (PIB) guatemalteco. Las remesas se han constituido en la principal fuente de divisas del país centroamericano. Pese a que continúan las deportaciones de guatemaltecos que viven en Estados Unidos (más de 18,000 en 2006), el envío de dólares sigue al alza. Se estima que en 2007 alrededor de 150 mil guatemaltecos dejaron sus localidades en el intento de llegar al vecino país del norte. De éstos, cerca de 60 mil fueron repatriados vía terrestre y 25 mil devueltos vía aérea. El resto consideran que logró quedarse. Así, de una población guatemalteca de casi 13 millones 900 mil personas, un millón y medio se encuentra fuera de su país; de ellos, más de un millón 250 mil envía remesas que benefician aproximadamente a tres millones 800 mil familiares (La Jornada del campo, 12 de febrero de 2008).
Con más resignación que rencor, Julio afirma: “en nuestro país sólo se superan los políticos. Por eso es que me tuve que venir para acá”.
La familia de Carlos trabaja en el área donde dan a luz las marranas. Cuando el parto se dificulta “es necesario que nosotros ayudemos a sacar al cerdo, que puede estar atorado. Debemos tener cuidado, porque en ocasiones te muerde”.
Si se complica el nacimiento, las marranas son heridas con un disparo de “calibre 22” y luego “las abrimos para sacar a la camada”, explica Josué. Incluso en ocasiones les aplican una inyección para apresurar el parto. El proceso concluye luego de que a los críos los castran, vacunan, les cortan la cola, y realizan las labores de limpieza.
A los “puerquitos” que nacen “sonsos” los matamos “golpeándolos contra el suelo”. Otros compañeros prefieren “pisarles la cabeza”.
El sueldo de Carlos es de 1,900 dólares al mes; Lily y sus hijos ganan 1,500 dólares cada uno. Además, como una prestación “del patrón”, viven en una casa dentro de la granja, por lo que no pagan renta, agua, luz y gas.
Los migrantes sienten cómo la política migratoria de Estados Unidos se ha endurecido. “Ahora es muy arriesgado salir. Por eso preferimos permanecer en nuestras ‘trailas’ después del trabajo”.
Pink Hill es una pequeña localidad rural que, como en muchas del sureste de Estados Unidos, los migrantes no son bien aceptados. A pesar de ello, se las ingenian para “sobrevivir de manera ilegal. Nos defendemos como gato panza arriba. Además, siempre hay gente que lo aliviana a uno y le consigue papeles, aunque debemos pagar entre 80 y 150 dólares” por ellos.
Francisco cruzó en 1997 con la “ayuda” de un tío mexicano que le “arregló” sus papeles para pasar a México como su hijo. La “ayuda” le costó dos mil dólares. “Claro que es mucho dinero, pero con esos papeles cruzas seguro por todo México. Muchas veces son más duros con nosotros los agentes de migración y los agentes del grupo Beta que la misma ‘border’ en Estados Unidos”. Por todo el trayecto terminó pagando tres mil dólares. La “ayuda” del tío cobró importancia cuando la patrulla fronteriza agarró a Francisco en tres ocasiones cerca de Houston. “Como traía papeles mexicanos, no me regresaban a Guatemala, sino que me dejaban en Reynosa”.
Hasta el cuarto intento pudo concluir su trayecto Matamoros-Houston-Pink Hill.
Francisco lleva 11 años trabajando en la misma granja porcícola. “Desde que llegué, mi hermano me colocó aquí”. Así han transcurrido los últimos años de su vida. Las condiciones no han sido las mejores. Está lejos de conseguir los “papeles” para legalizar su estancia. Con esta ilusión parece que el tiempo se detiene: “mi patrón me está arreglando mis papeles, pero con lo del 11 de septiembre se puso difícil”.
Once años concibiendo la ilusión de ser legal. Once años de no regresar a su país. Once años pariendo la esperanza de una vida mejor.

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