Nuestra memoria se desmorona

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Las paredes muestran sus entrañas. La instalación eléctrica todavía no existe, la estructura aún no es recubierta, el piso es puro cemento… Ni soñar con una mesa, estantería, sillas. La nueva sede de la Biblioteca Pública del Estado Juan José Arreola es todavía un sueño.
A pesar de los 400 millones de pesos que han invertido en la infraestructura y construcción de los dos edificios que serán la puerta de entrada al Centro Cultural Universitario, faltan aún 100 millones para acondicionar el recinto que habrá de custodiar la memoria de Jalisco.
Fundada en 1861, ha pasado por tres diferentes sedes: primero en la planta alta del Seminario Conciliar, luego en la planta baja del Liceo de Varones, donde hoy se halla el Museo Regional y, desde 1956, en el edificio diseñado por Julio de la Peña Lomelí, en conjunto con la Casa de la Cultura. Para entonces, la Universidad de Guadalajara ya era depositaria y responsable de la biblioteca por decreto del gobernador José Guadalupe Zuno Hernández (1925), con la finalidad de que su labor fuese independiente y libre de políticas externas.

Sede fondos históricos
Un aire de modernidad demodé inunda al visitante cuando se topa con la estatua de José María Vigil en un patio rodeado de pilares forrados de piedra. Al avanzar, asoma un busto de Agustín Yáñez, donado por el “Autotransporte de Jalisco” para honrarlo como escritor y el gobernador que inauguró este edificio.
Un primer mural de Gabriel Flores enmarca la puerta de acceso a la recepción. La oscuridad se agudiza, y cuando las pupilas se acostumbran, aparece una pared de huecos para dejar las bolsas y mochilas, un mostrador para el vigilante, innumerables ficheros ya obsoletos, vitrinas con libros en venta y una serie de cabezas de cantera que observan pasar el tiempo, mientras sobre ellas penden óleos de autor desconocido y evidente deterioro en aumento, donadas por alguna parroquia hace años.
Cincuenta años después de su construcción, el edificio conserva una atmósfera de tranquilidad y estudio, y sin duda fue entonces una novedad hermosa y altamente funcional. Pensado específicamente para esta función, consta de nueve pisos para almacenar el acervo y dos salas de consulta llenas de luz natural, con capacidad para albergar hasta a 220 lectores y un bello fresco: El parnaso jalisciense, de Gabriel Flores.
El acervo ha crecido, las tecnologías de consulta, almacenamiento, las técnicas de restauración y conservación han avanzado tanto, la población se ha multiplicado tanto, el tráfico de automóviles se ha intensificado tanto y el manto acuífero Agua azul ha reblandecido a tal grado el suelo, que el edificio se ha convertido en un mal lugar para la biblioteca.
Los muros tienen largas grietas horizontales, el cemento de las paredes desprende un fino polvo que ensombrece los tomos, los techos son tan bajos, que no cabe un sistema de ventilación y aún quedan restos del primer sistema contra incendios, que arrojaba agua sobre las toneladas de papel antiguo.
Tras los sismos registrados en 2003, la estructura del edificio quedó dañada. Tuvieron que desalojar el noveno y octavo pisos, y trasladar a otro lugar el acervo contemporáneo y la hemeroteca desde 1982. Fue así como fue abierto el local ubicado en avenida Alcalde, entre Independencia y Juan Manuel, junto a la Rotonda de los jaliscienses ilustres, dividiendo a la biblioteca y dejando la sede inaugurada por Agustín Yáñez para uso casi exclusivo de investigadores, pues en ella han quedado únicamente los fondos especiales.

Un mal hogar para el papel
Hay un par de ventanas por piso. Por un lado, la avenida Alcalde retumba y esparce olor a suciedad y contaminación de abrir las rejillas de cristal. Por el otro, el parque Agua Azul sirve de fondo a la calzada Independencia y añade su oferta de aves, insectos y esporas al espectáculo de automóviles.
Con todo, la falta de ventilación es el menor de los problemas. “Lo ideal para conservar los documentos es tener una temperatura entre 18 y 10 grados centígrados y una humedad ambiental de entre el 40 y el 50 por ciento. Pero lo más importante es que no haya variaciones. A veces la gente lo olvida, pero el papel es celulosa, es orgánico: absorbe la humedad, así que se estira y se contrae, dependiendo del ambiente, hasta que llega un momento que no da más de sí”. Explica Guadalupe Zepeda, jefa del taller de restauración y conservación.
Como último recurso, han puesto unas pequeñas máquinas con pinta de calentador, dos por piso. Se trata de deshumidificadores que intentan paliar las pésimas condiciones en que se encuentran almacenados los fondos históricos de la biblioteca. Pero no son suficientes. Y si no es controlada la temperatura y la humedad, pueden aparecer hongos, que se alimentan de las fibras del papel.
“Ya urge restaurar aproximadamente el 15 por ciento de los documentos. Con urgente me refiero a que están tan deteriorados, que ya no se pueden consultar. Hay todavía más que necesitan mantenimiento”.
Guadalupe trabaja con sólo tres personas en el taller. Se trata de una labor minuciosa y llena de detalles, que requiere absoluta dedicación. Ahora mismo ha llegado un libro de actas del siglo XIX, con un legajo mal encuadernado. Les tomará por lo menos una semana. Es un trabajo sencillo, aunque hay otros que no lo son. “Nos tomó cuatro años limpiar el polvo con brocha de cada página de los libros del Tesoro”.
Guadalupe no quisiera irse tan lejos. Al igual que varios de sus compañeros, está acostumbrada al rumbo del centro. “Pero ya urge: los libros no pueden seguir así”. Además, abrirán nuevas plazas para restauradores, un taller más amplio y podrán trabajar mejor.
Sede Fondos contemporáneos
Los libros de reciente publicación y los periódicos a partir de 1982 y hasta el voceado hoy en las calles, pueden ser consultados en los tres niveles de sótano, llenos de lámparas fluorescentes.
La apertura de esta sede fue una acción desesperada. Había que aligerar el edificio del Agua Azul, para que sus cimientos soportaran una temporada más. Y aunque no alberga ningún incunable o rara avis, y de que no existe préstamo externo, es un núcleo documental de importancia, un sitio obligado de consulta para los estudiantes de los alrededores, y hasta un sitio de recreación para varias personas sin techo.
Aquí las escaleras eléctricas no funcionan, sólo hay dos fotocopiadoras (una de ellas obsoleta y ninguna adecuada para el formato de los periódicos), no existe personal para dar el servicio de fotocopiado, los empleados hacen caso omiso a la separación de basura, exhiben carteles de conferencias ocurridas hace meses, y hace algunos años las tuberías se rompieron, inundando el lugar y dañando el acervo.
No sólo es urgente la mudanza de libros, sino la profesionalización del personal y de las políticas de operación. Eso también está considerado en el plan de operación de la nueva sede del Centro Cultural Universitario.

Después de la mudanza
Cuando por fin se trasladen los Fondos históricos a su nuevo paraíso de temperatura y humedad controladas, cuando los Fondos contemporáneos estén al alcance de la mano y el lector se dedique a enriquecer su cultura en modernas instalaciones y acceso a nuevas tecnologías, ¿qué pasará con la sede actual?
La doctora Alicia Torres Rodríguez, administradora de la biblioteca, admite que ese es un asunto aún sin resolver: “No sabemos qué pasará con los edificios, pero deberían seguir siendo bibliotecas, porque tenemos ya un público cautivo y de otro modo el centro se quedaría sin bibliotecas”.

El Tesoro
El doctor Juan Manuel Durán Juárez, director de la biblioteca, digita el código de seguridad y se abre una puerta pesada y estrecha al final de su oficina. Es una cámara de maravillas. Las paredes están forradas de madera y los anaqueles no muestran lomos de piel y hojas carcomidas. Los libros están cuidadosamente guardados en cajas hechas a medida, con su código de clasificación impreso, libres de polvo, perfectamente ordenados. Es el único espacio que cuenta con las condiciones óptimas de cuidado.
Se trata del Tesoro, la colección de Lenguas indígenas, un acervo de 166 volúmenes que describen 17 lenguas naturales, algunas de éstas ya prácticamente desaparecidas. Se trata de algunos de los primeros impresos de América y de varias joyas únicas. Por ejemplo, el volumen más antiguo de la colección data de 1539, y el Manual para administrar los santos sacramentos (1760), de Bartholomé García, por ser el único registro de la lengua coahuitleca.
La colección fue incluida en 2007, en el catálogo del programa “Memoria del mundo”, de la Unesco, por su interés universal y alto valor como patrimonio histórico documental, ya que a través de los escritos que la conforman se puede discernir un panorama de cuatro siglos: la colonia, los cambios graduales en las lenguas indígenas, la aculturación religiosa y el desarrollo de la historiografía lingí¼ística.

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