Nadar es lo que parece

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Las piernas de un hombre bajo el agua, el mediodía del verano en los suburbios, la resaca de un domingo interminable, las gafas de sol, los cubos de hielo en el vaso de gin tonic, único evangelio fiel en el hastío.
Disparo de salida, cronómetro, intempestivo zambullirse, porque Neddy “sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina”. Estilo combinado: mariposa, dorso, pecho y libre. Táctica: que cada cambio de postura sobre los talones y movimiento sean imperceptibles, como dejarse llevar por el agua o la memoria del sueño.
“Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado” –dice Cheever–, luego de haber bebido demasiado esa y todas las noches anteriores, especie de Ulises inmerso en una displicente e insobornable realidad.
Neddy “parecía tener la especial esbeltez de la juventud […], suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo”. Bebía demasiado para ser un atleta ejemplar –como Cheever y sus álter ego–, con un pasado que más bien era el presente del que creía huir, pero al que se acercaba con cada brazada.
John Cheever, autor estadounidense, maestro de las historias cortas, tan celebrado como aborrecido por su agria crítica al sueño americano, vería convertirse a “El nadador” en uno de sus relatos representativos, llevado incluso al cine con el mismo título, con Burt Lancaster como protagonista.
Brutal condensación, marca de la casa, “ciento cincuenta páginas de notas para quince páginas de cuento”, dijo su autor. El nadador junto a una piscina, con un par de amigos y su esposa Lucinda; de pronto lo asalta la idea de volver a su casa nadando por las piscinas de los vecinos, un río imaginario que llevará el nombre de su mujer, 13 kilómetros que lo transportan no sólo al hogar, sino a una vida que ha dejado de existir.
A diferencia de Ulises, no hay feliz recompensa; como Narciso, se extasía en el reflejo de su figura, amplía la sombra de sus ideas: “No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una idea indefinida y modesta de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza”.
Esta es la crónica de Neddy Merrill en su inmersión a través de la metáfora. La piscina es los océanos, la copa de gin tonic es la puerta a la fiesta de la soledad anfitriona y tertuliana, aquella tarde de domingo en el fastidio estival es todos sus días de matrimonio. Ascenso y caída del héroe que no abandona el subterfugio del ligero descuido, aventura latente de permitir a los vecinos el honor de informarnos lo que realmente somos, en lo que nos hemos convertido.
La evasión necesaria del atleta, del artista, para olvidar los llamados de la memoria social, Neddy la conocía a detalle: “Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía”. Su odisea iba tomando el curso de un regreso a la desolación que se esconde tras la puerta de la propia casa, vacía; la mutación de una tarde de verano a un atardecer de otoño, y de ahí a la medianoche invernal. El tiempo deshaciéndose como un cubo de hielo.
“El nadador” es célebre no por apologías del espíritu deportivo, o la gallardía de torsos desnudos y bronceados. No, “el Chéjov de los suburbios” exhibe el sarro de los azulejos clorados en las piscinas de la clase media: el nadador derrotado, el hombre varonil, bien parecido e ignorado, el inadaptado –como siempre en manos de Cheever– en la burbuja del American way of life, sonámbulo en el letargo de los cocteles con bocadillos, de donde “no podía regresar”.
Entonces, más por dignidad de competidor fracasado que aplomo, el periplo llegó a su fin, “había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa”. Había sido una carrera extenuante. A pesar de todo, “el lugar estaba a oscuras”.

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